Uno de mis mayores problemas es que mi cabeza da vueltas, sin parar, visualiza oportunidades y anhela profundamente; mi corazón ama hasta el hartazgo, mi ser completo se turba en consecuencia. Todos esos conflictos exteriores, todas esas situaciones ocurriendo, una a la vez, consumiendo un poco más de nosotros sin darnos cuenta.
El tiempo, esa bendita entidad poderosa, capaz que destruir aquello por lo que has luchado hasta el agotamiento, responsable de acabar contigo y con cuanto te rodea, no hay sueños ni ideas que estén por encima de su alcance.
Una vida es insignificante a su lado, nuestros miedos más grandes, son absurdas nimiedades, lo mismo aquello por lo que nos afanamos. Estamos condenados a caer ante su paso, a rompernos y volvernos polvo, a desaparecer en el olvido.
Mis entrañas no serán más allá que el recuerdo borroso de un par de eventos compartidos, más allá del tiempo y el espacio, ambos de creencia infinitos, está la nada, el todo; y así, de minúsculos como realmente somos en cuanto a significado, queremos colocar un par de marcas en la roca y la madera, esperanzados en que la erosión no hará con ellos como ha hecho con el pensamiento de la humanidad a través de los siglos; sin embargo, es entendido en el consciente colectivo de que así sucederá.
No sabes las ganas que tengo de escribir algo que tenga sentido. Poner un montón de hilos en una pizarra e ir anotando las cosillas que se me ocurren que deben de estar interconectadas. Pero me pregunto por qué, constantemente lo hago, seguido caigo en cuenta de que no debería de considerar tanto lo que otros lleguen a pensar de mi arte y ponerme a redactar porque sí, porque quiero, porque puedo. Y al final, no lo hago, lo pospongo; sin importar que esa sea una de las cosas a las que me comprometí este año. Se me acaba el tiempo.