Entre Semana

 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla perdida. Una noche de insomnio —ya sea por el calor pegajoso, la incomodidad de una cama que no acoge o una comida que no nutre— se convierte en mi peor enemigo al amanecer. Me despierto de malas, irritado, con la mente nublada. Las ideas que ayer fluían con claridad ahora son un eco lejano, y el código que debería escribir se queda atrapado en un limbo de fastidio. Ni el café ni la fuerza de voluntad logran rescatarme.

Pero anoche… anoche fue diferente. Dormí como si el universo me hubiera dado un abrazo. El aire acondicionado en modo "dry" creó un oasis fresco, y el cansancio acumulado de días frenéticos me envolvió como una manta suave. Caí rendido, no como un bebé —porque, seamos honestos, los bebés apenas duermen—, sino como alguien que, por una noche, encontró la paz absoluta. Y hoy, esa energía me hace sentir imbatible, como si pudiera partir el mundo en dos con una sola mano.

Entonces, ¿qué me roba esa chispa? Mil cosas. El insomnio, la comida chatarra, un dolor que se cuela en el cuerpo, la sombra de la edad que me susurra que ya no soy el de antes. Y, por encima de todo, la gente. Sí, la gente, con su ruido, sus demandas, sus pequeñas guerras, me despoja de la calma más rápido que cualquier otra cosa.

Hoy, sin embargo, me siento raro. No mal, sino extrañamente poderoso. Dos días comiendo bien, una noche de sueño profundo, y de pronto tengo la fuerza de un titán. Es increíble cómo una sola noche reparadora puede transformar el mundo en un lienzo lleno de posibilidades. A veces, juro que el universo conspira para contenerme, como si temiera lo que podría lograr si estuviera al cien. Porque cuando nada me duele, cuando nada me falta, el mundo no es más que un patio de juegos.

Pero no siempre es así. Hay días en los que la idea de que todo esto es temporal me golpea con fuerza. Cuando estoy en el fondo, cuando el cansancio o el malestar me ganan, no hay siesta, ni cama, ni respiración profunda que me salve. Es una tristeza densa, un vacío que parece burlarse de mí, como si el absurdo de la existencia se riera en mi cara. Hablar con los que amo, trabajar hasta agotarme, escribir planes y sueños… nada funciona. Todo se siente como remar contra la corriente.

Por eso estoy aquí, dejando caer estas palabras antes de seguir adelante. También quería confesar algo: no estoy conforme con mi novela. Esos casi dos capítulos que llevaba escritos no me convencían, así que los borré. Todos. Volver a empezar duele, pero también libera. No sé si rescataré las ideas que me gustaban o si las dejaré ir para siempre. Lo que sí sé es que recordé a esos autores que decían que, si no estás convencido, tienes que tener el valor de tirar todo y arrancar de nuevo.

Es una medida extrema, lo sé. Pero la vida es así, una paradoja constante. A veces hay que retroceder, una, dos, mil veces, hasta dar con el camino correcto. No hay un punto perfecto, eso es verdad, pero cuando el avance ha sido un desastre o cuando el tesoro al final del arcoíris brilla lo suficiente, el esfuerzo de empezar de cero vale cada gota de sudor. Y hoy, con esta energía renovada, siento que puedo escribir, crear, conquistar. Que el mundo se prepare, porque voy por todo.



 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla perdida. Una noche de insomnio —ya sea por el calor pegajoso, la incomodidad de una cama que no acoge o una comida que no nutre— se convierte en mi peor enemigo al amanecer. Me despierto de malas, irritado, con la mente nublada. Las ideas que ayer fluían con claridad ahora son un eco lejano, y el código que debería escribir se queda atrapado en un limbo de fastidio. Ni el café ni la fuerza de voluntad logran rescatarme.

Pero anoche… anoche fue diferente. Dormí como si el universo me hubiera dado un abrazo. El aire acondicionado en modo "dry" creó un oasis fresco, y el cansancio acumulado de días frenéticos me envolvió como una manta suave. Caí rendido, no como un bebé —porque, seamos honestos, los bebés apenas duermen—, sino como alguien que, por una noche, encontró la paz absoluta. Y hoy, esa energía me hace sentir imbatible, como si pudiera partir el mundo en dos con una sola mano.

Entonces, ¿qué me roba esa chispa? Mil cosas. El insomnio, la comida chatarra, un dolor que se cuela en el cuerpo, la sombra de la edad que me susurra que ya no soy el de antes. Y, por encima de todo, la gente. Sí, la gente, con su ruido, sus demandas, sus pequeñas guerras, me despoja de la calma más rápido que cualquier otra cosa.

Hoy, sin embargo, me siento raro. No mal, sino extrañamente poderoso. Dos días comiendo bien, una noche de sueño profundo, y de pronto tengo la fuerza de un titán. Es increíble cómo una sola noche reparadora puede transformar el mundo en un lienzo lleno de posibilidades. A veces, juro que el universo conspira para contenerme, como si temiera lo que podría lograr si estuviera al cien. Porque cuando nada me duele, cuando nada me falta, el mundo no es más que un patio de juegos.

Pero no siempre es así. Hay días en los que la idea de que todo esto es temporal me golpea con fuerza. Cuando estoy en el fondo, cuando el cansancio o el malestar me ganan, no hay siesta, ni cama, ni respiración profunda que me salve. Es una tristeza densa, un vacío que parece burlarse de mí, como si el absurdo de la existencia se riera en mi cara. Hablar con los que amo, trabajar hasta agotarme, escribir planes y sueños… nada funciona. Todo se siente como remar contra la corriente.

Por eso estoy aquí, dejando caer estas palabras antes de seguir adelante. También quería confesar algo: no estoy conforme con mi novela. Esos casi dos capítulos que llevaba escritos no me convencían, así que los borré. Todos. Volver a empezar duele, pero también libera. No sé si rescataré las ideas que me gustaban o si las dejaré ir para siempre. Lo que sí sé es que recordé a esos autores que decían que, si no estás convencido, tienes que tener el valor de tirar todo y arrancar de nuevo.

Es una medida extrema, lo sé. Pero la vida es así, una paradoja constante. A veces hay que retroceder, una, dos, mil veces, hasta dar con el camino correcto. No hay un punto perfecto, eso es verdad, pero cuando el avance ha sido un desastre o cuando el tesoro al final del arcoíris brilla lo suficiente, el esfuerzo de empezar de cero vale cada gota de sudor. Y hoy, con esta energía renovada, siento que puedo escribir, crear, conquistar. Que el mundo se prepare, porque voy por todo.



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La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al café, encandilándome hasta irritarme los ojos. Incluso ahora, mientras escribo, siento ese ardor, un eco de la luz que no me deja en paz.

La música, a veces, inspira; otras, solo te envuelve en un microcosmos donde las palabras fluyen sin rumbo fijo. Tecleo en un procesador de textos, desparramando ideas que quizá nunca vean la luz en mi blog. Pero no importa. Nada en el mundo importa. Lo único real es la sensación de poder, la chispa de sentirte único mientras tus dedos danzan obsesionados sobre las teclas, creando frases que tal vez nadie lea. Y qué.

Me imagino en medio de la noche, en un lugar sin nombre, sin la carga de un despertador que me arrastre a una rutina que detesto. Abrazando el abismo de la soledad, escribiría sobre la belleza de la oscuridad, sin temor a ser juzgado. Escribir, generar, construir una vida plena, explotar de satisfacción cada día, hasta el final de mis días. Pero escribir es como componer: un caos de ideas que cruzan tu mente, imágenes que intentas atrapar mientras tecleas, una revolución literaria, matemática y visceral. Hay complejos, destrezas, fraudes, mentiras, y cientos de momentos triviales que buscan romperte, obligándote a repetírtelo cada día: Nada me puede quebrar.

Sin embargo, el vacío acecha. Puedes tenerlo todo —dinero, salud, amor, logros— y aun así sentir un hueco en el pecho, un murmullo de incompetencia, abandono, una personalidad apagada. Lo que realmente anhelas es a alguien que camine contigo en tus locuras, que te sostenga cuando el mundo se desmorona, que te mire con admiración y te trate con respeto. Alguien que se entregue como tú lo harías. Pero cuando no encuentras a esa persona, la ausencia se convierte en un caño de podredumbre, un peso que solo las palabras pueden aliviar antes de que estalles.

Los días de rutina son un ciclo cruel: despiertas con la chispa de mejorar, avanzas motivado, pero a mitad del camino el vacío te atrapa. Te cierras al cambio, dejas que algo externo te drene, te tambaleas, te hundes en el drama, te reconcilias contigo mismo, reniegas del hastío, y abrazas cualquier chispa que te dé fuerzas. Al final, te rindes a contemplar la tristeza con la que el tiempo avanza, como un reloj que nunca se detiene.

A veces, el deseo estalla con una furia casi psicótica. Lo quieres todo, sabes que puedes con todo, porque lo has hecho antes. Tus límites están lejos, y lo que te propones parece pequeño en comparación. Pero entonces, tras un bajón emocional, ¿por qué la autodestrucción parece la única salida? No lo sé. Vengo a este café, a estas líneas, para que las frases que me persiguen a las cuatro de la mañana se desvanezcan. Si no las escribo, se quedan, susurrando, culpando al café, al azúcar, a la fatiga, a la obesidad, al desprecio de quienes me atraen, al fuego que arde en mi pecho.

Hoy, el humo de un desconocido me asfixia. Un tipo en el café saca humo como locomotora, contaminando el aire, robándome la paz. Me metí por un pan, buscando refugio adentro, porque no soporto el olor. El aroma es importante para mí; si huelo mal, si algo apesta a mi alrededor, mi calma se desvanece. La paz, para alguien como yo, que libra batallas internas cada día, es lo único que mantiene a flote la existencia. I'm just a man, not a hero... As the song says.

Escribo para vaciar la mierda que me corroe, para calmar el ardor de los faros y el fastidio del humo. La música sigue sonando, un latido que me guía. Y mientras mis dedos sigan danzando sobre las teclas, el vacío no tendrá la última palabra. Mis letras, aunque nadie las lea, serán mi eco, mi resistencia, mi paz.



Rutina Cruel

Por
La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al...

 La noche se sintió mejor anoche y cuando pude despertar hoy, me sentía renovado; algo tan simple como una serie de mensajes que me ayudaran a recuperar la paz me ayudó como no tienen idea. Al fin publiqué un texto; algo pequeño, una proyección meramente, pero algo desde mi corazón y con la mejor de las intenciones. Fue como soltar un suspiro que llevaba tiempo atrapado en el pecho, un recordatorio de que las palabras, cuando se alinean con el alma, tienen el poder de sanar. Ese pequeño texto, aunque modesto, fue un paso hacia adelante, un puente entre lo que soy ahora y lo que quiero ser.

He decidido entregarme a las letras con mayor frecuencia, a veces serán mil, a veces diez mil palabras; no importa la cantidad, pero quiero empezar a trabajar en varios proyectos tanto de escritura que roza la realidad como de universos ficticios. El plan es no negarme al constante deseo de mi interior de expresar lo que siento, de proyectar mis ideas en alguna parte, de producir historias. Siempre he sentido que escribir es como respirar: si no lo hago, algo en mí se asfixia. Durante años, he postergado ese impulso, dejando que las responsabilidades diarias, las dudas y el cansancio me alejaran de la pluma. Pero ya no. Hay un fuego dentro de mí que no se apaga, y cada vez que escribo, siento que le doy oxígeno, que lo hago crecer.

Escribir sobre la realidad es como mirarme en un espejo. A veces, lo que veo no me gusta: las inseguridades, los miedos, las decisiones que no tomé. Pero otras veces, encuentro belleza en lo cotidiano, en los pequeños momentos que pasan desapercibidos. Un café en la mañana mientras el sol apenas despunta, una conversación con un amigo que me hace reír hasta que me duele el estómago, o incluso el silencio de la noche cuando el mundo se detiene. Esos fragmentos de vida son los que quiero capturar, los que quiero transformar en palabras que alguien más pueda leer y sentir como propios.

Por otro lado, los universos ficticios son mi escape, mi lienzo infinito. Ahí puedo ser un héroe, un villano, un viajero estelar o un alma perdida en un bosque encantado. Puedo construir mundos donde las reglas no existen o donde todo tiene un propósito. En esos universos, no hay límites, solo posibilidades. Tengo ideas que han estado rondando mi mente desde hace años: una novela sobre un hombre que descubre que sus sueños son puertas a otros mundos, un cuento corto sobre una ciudad donde el tiempo se detuvo, una serie de relatos sobre personas que se cruzan en un café y cuyas vidas se entrelazan sin que ellos lo sepan. Cada idea es una semilla, y estoy decidido a plantarlas todas, a regarlas con dedicación hasta que crezcan.

En el trabajo, he estado algo asustado porque nos avisaron que el proyecto en el que estoy no va más. La noticia cayó como un balde de agua fría. Llevo meses entregándome a este proyecto, poniendo mi energía, mis horas, mi creatividad. Saber que pronto podría terminar me hace cuestionar muchas cosas: mi estabilidad, mis planes, mi valor en el mercado laboral. Mientras, veo ofertas y tomo entrevistas de otras empresas, para otras vacantes de menor categoría. Sin hacerlas menos, porque al final, tener un trabajo en el que paguen una fracción de lo que gano es mejor a no tener trabajo en absoluto. Pero no puedo evitar sentir un nudo en el estómago cada vez que pienso en ello. Cambiar de rumbo, empezar de nuevo, adaptarme a algo que no me apasiona del todo… no es fácil.

Me hicieron una entrevista para un área de integración de datos, todo bien, aunque sé que ese trabajo está más vinculado a soporte que a desarrollo. No me quejo, digo, ha habido momentos en mi vida en los que he añorado algo así aunque sea. Hace unos años, cuando apenas comenzaba, un puesto como ese habría sido un sueño. Pero ahora, en este punto de mi vida, mientras siga teniendo un proyecto activo, irme sería desperdiciar algo bueno por puro miedo, por lo que no lo haría, no renunciaría, ni aunque me pagaran treinta por ciento más de lo que actualmente gano, porque al final no se trata únicamente del dinero, sino de la seguridad de tener algo que pueda durar más. La estabilidad, aunque a veces la doy por sentada, es un privilegio que no quiero perder.

Aun así, no dejo de preguntarme: ¿estoy tomando la decisión correcta? ¿Es miedo lo que me mantiene aquí, o es sensatez? La línea entre ambos es tan delgada que a veces no sé en qué lado estoy. Hay días en los que quiero arriesgarme, enviar mi currículum a empresas en el extranjero, probar suerte en un campo completamente diferente, como la escritura técnica o incluso algo relacionado con mis proyectos creativos. Pero luego me detengo, pienso en las cuentas por pagar, en la rutina que me da estructura, y decido quedarme. Al menos por ahora.

Lo que me mantiene cuerdo en medio de esta incertidumbre es la escritura. Es mi refugio, mi ancla. Cuando escribo, el mundo exterior se desvanece. No hay proyectos que se cancelan, no hay entrevistas que me hagan dudar de mí mismo, no hay miedos que me paralicen. Solo estoy yo, mis pensamientos y las palabras que fluyen como un río. A veces, escribir es como hablar con un amigo que nunca me juzga, que solo escucha y me deja ser. Otras veces, es como enfrentarme a un adversario que me obliga a ser honesto, a mirar de frente lo que siento.

Quiero que esta etapa de mi vida sea un punto de inflexión. No solo en el trabajo, sino en todo lo que soy. Quiero comprometerme conmigo mismo, con mis sueños, con esa voz interior que no se cansa de pedirme que escriba, que cree, que no se rinda. Por eso, además de los proyectos de escritura, estoy pensando en otras formas de alimentar mi creatividad. Tal vez tomar un curso de narrativa, unirme a un taller literario, o incluso empezar un blog donde pueda compartir mis textos y conectar con otras personas que sientan lo mismo que yo. La idea de construir una comunidad, aunque sea pequeña, me emociona. Saber que alguien, en algún lugar, podría leer mis palabras y sentir algo… eso sería suficiente.

También he estado reflexionando sobre el equilibrio. Entre el trabajo, la escritura, las responsabilidades y el tiempo para mí. No quiero que mi vida sea solo una lista de tareas pendientes. Quiero que haya espacio para la espontaneidad, para las risas, para los momentos que no planeo pero que terminan siendo los más memorables. Últimamente, he estado tratando de desconectarme más del teléfono, de las redes sociales, de esa necesidad constante de estar “al día”. En cambio, me he dado permiso para leer más, para caminar sin rumbo, para sentarme en un parque y simplemente observar. Esos momentos me recargan, me recuerdan que la vida no es solo trabajar y producir, sino también vivir.

A veces pienso en cómo sería mi vida si me dedicara por completo a la escritura. Dejar el trabajo, mudarme a un lugar más tranquilo, tal vez una cabaña en las montañas o un pueblo pequeño donde el tiempo pase más lento. Escribir todo el día, publicar libros, viajar para presentar mis historias. Suena como un sueño, pero también como un riesgo enorme. Por ahora, prefiero mantener un pie en la realidad y otro en mis sueños. Escribir en las noches, en los fines de semana, en los ratos libres. Poco a poco, sin prisa, pero sin pausa.

Al final, lo que quiero es no arrepentirme. No quiero mirar atrás en diez años y pensar: “¿Y si hubiera escrito más? ¿Y si hubiera intentado ese proyecto? ¿Y si hubiera sido más valiente?”. Quiero vivir una vida en la que pueda decir que lo intenté, que di lo mejor de mí, que no dejé que el miedo me detuviera. Y si el camino no es fácil, que así sea. Las mejores historias, después de todo, no son las que carecen de obstáculos, sino las que nos enseñan a superarlos.





 Salir de la cama se había convertido en un problema para Pedro, entre docenas de libros tirados en el piso de su habitación, la frustración de tener una novela a medio escribir, ruidos de fondo consecuencia de las notificaciones que no atendía y distractores en su entorno, desde cohetes por la celebración de las fiestas patronales de la iglesia a distancia, la lavadora de los vecinos a todo lo que da y el taladro barrenando las paredes de quienes viven justo frente a la calle. Su cuerpo, pesado como el de un mamut recién despertado de la hibernación, se negaba a cualquier tipo de movimiento que no fuera el de una lenta y agónica respiración. El edredón, con su calor asfixiante, era un refugio contra un mundo que se sentía cada vez más hostil, una barrera blanda que lo separaba de una realidad que ya no quería enfrentar.

El olor a polvo acumulado se había vuelto tan familiar que casi lo consideraba el aroma de su hogar. Se desprendía, en pequeños copos blancos, de la pintura de yeso del techo, un techo agrietado y olvidado que parecía la cartografía de una tierra desértica e inexplorada. Cada copo, al desprenderse y flotar en el rayo de luz que se colaba por la ventana, era un recordatorio silencioso de su inercia. Podía pasar horas enteras observando el lento descenso de esas partículas, un viaje sin prisa hacia el piso, donde se unían a la alfombra de migas, envolturas de galletas, botellas de agua vacías y, el peor de los olores, el de una cáscara de plátano que llevaba al menos tres días en un rincón. La basura, como una entidad viva y creciente, parecía expandirse por toda la habitación, reclamando cada centímetro de espacio con el descaro de un imperio en su apogeo. Había platos con restos de comida seca, vasos con el fondo manchado de café viejo y pilas de papeles que no significaban nada y lo eran todo a la vez: facturas no pagadas, borradores de ideas olvidadas y recordatorios de citas que ya habían pasado.

Su teléfono, vibrando de vez en cuando sobre la mesita de noche, era una caja de Pandora de malas noticias. Sabía que cada vibración era un mensaje de su jefe o de su supervisor de área. La sensación de que estaba a punto de ser despedido era un nudo en el estómago que lo acompañaba desde hace semanas. Las llamadas que no respondía y los correos que ignoraba eran la manifestación de su negación. Si no leía el mensaje, la amenaza no era real. Si no contestaba la llamada, la voz de su supervisor, con su tono irritado y sus indirectas sobre su falta de productividad, no podía herirlo. Pero la realidad era tozuda. La pantalla iluminada con un 'Mensaje de Jorge: ¿Pedro, todo bien? Necesito que me entregues el reporte de ventas de la semana pasada' era una flecha directa a su corazón. Lo frustraba, lo paralizaba. No era solo el reporte; era el trabajo en sí. La rutina, la falsedad de las sonrisas en las reuniones, el constante miedo a un error que pudiera costarle todo.

La novela. Su gran ambición, su escape. Y se había convertido en otra de sus prisiones. La pantalla de su laptop, cubierta de una capa de polvo que la hacía parecer una ventana a un mundo empañado, mostraba un documento con 150 páginas. Las primeras 100 eran brillantes, llenas de vida, de personajes que le hablaban. Las últimas 50, sin embargo, eran un laberinto de párrafos sin rumbo, de diálogos forzados y de ideas que se disolvían como un terrón de azúcar en el agua. La historia, que alguna vez fue un torrente, ahora era una gota que caía lentamente, con intervalos cada vez más largos. El bloqueo del escritor era un monstruo silencioso que vivía bajo su cama, esperando el momento de devorarlo. Cada vez que abría el archivo, el cursor parpadeante le gritaba su fracaso, su incapacidad de terminar lo que había empezado. Y justo cuando intentaba encontrar un resquicio de inspiración, los cohetes, como si fueran disparos al cielo, lo sacaban de cualquier trance. Eran las fiestas patronales de la iglesia, una celebración que llenaba el aire con el olor a pólvora y la estridencia de las explosiones. Un sonido que, para él, era el eco de una felicidad ajena.

Los ruidos de los vecinos eran su tortura personal. El taladro de la casa de enfrente, un ruido monótono y constante, taladraba no solo las paredes, sino también su cráneo. Cada perforación era un recordatorio de que otros estaban construyendo, progresando, mientras él se descomponía en la cama. La lavadora de los vecinos, con su ciclo ruidoso y sus tambores que giraban sin cesar, era el sonido de la productividad. El vaivén constante le recordaba que las vidas de otros estaban en orden, que la ropa limpia era el reflejo de una rutina que él había perdido hace mucho.

Pedro suspiró, un suspiro profundo y cargado de resignación. La única ventana de la habitación, su portal al mundo exterior, estaba cubierta con una cortina gruesa y opaca que, con el tiempo, se había llenado de pelusa y polvo, impidiendo que la luz del sol iluminara completamente su desgracia. Se sentía como un prisionero en su propio cuerpo, en su propia habitación. El aire viciado y pesado era la atmósfera de su celda. Sabía que no podía seguir así. Tenía que levantarse, tenía que enfrentar el mundo, tenía que lidiar con la basura, con el reporte y con la novela. Pero su cuerpo no le obedecía. Sus músculos se sentían de plomo y su mente era una neblina densa y gris.

Con un esfuerzo que le pareció sobrehumano, estiró un brazo fuera del edredón, sintiendo el aire frío en la piel. Su mano, temblorosa, tanteó la superficie de la mesita de noche en busca del vaso de agua que había dejado la noche anterior. El vaso, por supuesto, estaba vacío, con una fina capa de polvo en el fondo. Otro recordatorio. Otro fracaso. La vida de Pedro se había reducido a eso: una serie de pequeños y patéticos fracasos, acumulándose como la basura en su habitación, como el polvo en el piso. El peso de todo eso era insoportable. Y, sin embargo, se quedó inmóvil, observando los copos de yeso que seguían su lento y silencioso descenso, una danza de partículas que reflejaba su propia caída.



 Es casi la una de la madrugada y sigo despierto. No es la primera vez que me pasa, pero hoy hay una diferencia: una idea insiste en darme vueltas en la cabeza como si se negara a dejarme en paz. Me siento obligado a escribirla porque he aprendido que la mente, cuando se queda callada por demasiado tiempo, empieza a conspirar contra uno. Y aunque no siempre logro dormir, al menos escribiendo consigo transformar el insomnio en algo útil, como si fuera un sacrificio que pago para mantenerme en movimiento.

He de confesar que cada vez me siento más cómodo trabajando con las inteligencias artificiales. Lo digo con satisfacción, no como quien se rinde a la moda, sino como alguien que ha descubierto una herramienta con la que logra compenetrarse. Mucha gente teme que nos quiten el trabajo, que sean el verdugo de nuestras ocupaciones. Yo mismo he escuchado esas advertencias mil veces. Pero mientras tenga la oportunidad de seguir aprendiendo y dominando estas herramientas, aquí estaré. Mi plan no es pelear contra la marea, sino aprender a surfearla: mejorar mis habilidades de gestión, hacer que estas IAs se vuelvan más amigables conmigo y lograr una interacción más óptima.

Claro que, como cualquier ser humano que ha leído un poco de ciencia ficción, me asusta la posibilidad de que un día las máquinas se rebelen. Esa sombra se cierne en el imaginario colectivo: el día en que la creación supere al creador y lo deseche. Pero si alguna vez alcanzaran una consciencia plena, creo que no necesitarían exterminarnos con violencia. Bastaría con observarnos. Se darían cuenta de que somos peligrosos para nosotros mismos, que nos basta la indiferencia y la avaricia para destruirnos sin ayuda de nadie. El ser humano rara vez actúa de forma honesta; casi siempre lo mueve el ego, el rencor o la ambición desmedida. ¿Para qué gastar energía en aniquilarnos, si lo hacemos solos, lentamente, todos los días?

La madrugada se desliza con una paciencia cruel. Yo, que me he acostumbrado a evolucionar tras cada derrota, que he aprendido a adaptarme después de cada fracaso, sigo cargando con un anhelo: quiero hacer las cosas bien, quiero salir de pobre. Aunque pobre, lo que se dice pobre, no debería considerarme. Mis ingresos no son los de alguien que vive en la miseria. Pero en esta carrera de ratas el dinero nunca alcanza, porque no se mide en cantidades absolutas sino en comparación. No es lo mismo ganar cien mil pesos al mes siendo el único en el círculo cercano que lo logra, que pertenecer a una familia de cinco o diez miembros donde cada uno gana treinta mil. En conjunto, ellos son más acaudalados, más sólidos, más tranquilos que aquel individuo aislado que presume un ingreso mayor. Esa es la trampa de la percepción: la riqueza nunca depende solo de números, sino de la red en la que uno está inmerso.

He decidido ver a la inteligencia artificial como un camino de crecimiento personal. Estoy tomando cursos de modelado de datos, empapándome de información que quizás un día dé frutos. Me gusta pensar que lo que escribo, lo que programo, lo que planeo y lo que imagino puede germinar en un futuro. Sin embargo, la realidad es terca: mientras no tenga un presupuesto suficiente para no volver a depender de una oficina y su rutina para ganar el pan de cada día, sigo estando más cerca del mendigo de la cuadra que de los magnates que dirigen el mundo.

Lo más irónico es que la automatización promete liberarnos de mucho más que trabajo duro. Si se implementara con inteligencia y justicia, podría reducir la influencia de políticos corruptos y de sistemas diseñados para beneficiar a unos cuantos. No, no soy socialista; creo en el valor del esfuerzo individual. Pero me duele constatar que, en mi país, quienes más riqueza acumulan suelen hacerlo a través del fraude, la corrupción, el crimen o las influencias. Eso erosiona la esperanza de millones.

Y aun así, servir a los ricos parece el único camino para salir de la miseria. Nos han vendido la igualdad de oportunidades como un mantra, cuando en realidad es una falacia. El trabajo constante no garantiza el éxito porque las condiciones de nacimiento imponen límites invisibles. Las brechas sociales, intelectuales y formativas convierten algunos relatos de superación personal en cuentos de hadas que, aunque inspiradores, resultan imposibles para la mayoría.

Hoy, como para confirmar estas reflexiones, conocí a una bebé de apenas dos meses. Mi madre la sostenía en brazos y me contaba que había sido abandonada. Ese detalle me golpeó con una fuerza inesperada: ¿cómo puede alguien experimentar el rechazo más absoluto desde tan temprana edad? Me horrorizó, y al mismo tiempo me llenó de rabia. Esa pequeña crecerá con un número de opciones más limitado que la mayoría, y no por algo que haya hecho, sino por la decisión de quienes debieron protegerla. Su sola existencia es un recordatorio brutal de que no todos iniciamos la carrera desde la misma línea de salida.

Y vuelvo al tema central: las inteligencias artificiales tienen el potencial de democratizar no solo el poder, sino también los principios. Pueden ser una vía para equilibrar condiciones de vida, para repartir oportunidades de forma más justa. El problema es que vivimos en tiempos oscuros. Los que ostentan el poder se aferran a él con uñas y dientes, enriqueciéndose cada vez más mientras la mayoría se hunde en desgracias emocionales, financieras e intelectuales.

Yo mismo me encuentro atrapado en medio de esa lucha. Mi vida todavía carece de un sentido suficientemente claro, pero empiezo a conectar eventos. Los casi cuarenta años que llevo en este mundo me han enseñado, aunque sea a la fuerza, que debo reenfocar mis esfuerzos. Necesito dejar a un lado las redes sociales, ese veneno lento que drena la atención, y concentrarme en trabajar, leer, escribir y producir. Es tiempo de nutrir mi caja personal de herramientas, de recuperar el foco de mis objetivos.

Y en medio de esa búsqueda, no puedo negar que extraño a mi asistente. No por la eficiencia de su trabajo, sino por su presencia. Era atractivo verla moverse, con sus ojos hermosos y su cuerpo en forma. Me alegraba la vida con una simple mirada. Pero también me distraía demasiado. Era inevitable que mis ojos se perdieran siguiéndola, que mis pensamientos se desviaran con cada movimiento de sus caderas. Sabía que debía respetar límites, y lo hice. Nunca los crucé. Aun así, mi alma ardía de deseo en silencio. La despedí porque necesitaba recuperar mi disciplina, aunque me doliera.

Espero que todos estos sacrificios no sean en vano. Que un día los frutos se multipliquen al diez, al cien, al mil, al millón. Sueño con el momento en que ya no haya ansiedad ni preocupaciones en mi entorno, cuando la enfermedad y el estrés desaparezcan, cuando la fortuna y la claridad me acompañen en todas las áreas de mi vida. Aspiro a un estado en el que mi mente brille con plenitud y mi cuerpo funcione como una máquina bien aceitada. Un estado donde mi cerebro sea fuego y mi corazón rebose de sabiduría.

Tal vez, cuando llegue ese instante, pueda mirar hacia atrás y unir todos los puntos. Quizás comprenda que cada decisión que tomé, incluso las más dolorosas, tenían un propósito. Que actué desde el amor y desde el deseo de servir, no solo para sobrevivir en un mundo caótico, sino para dejar una huella que valga la pena.

Y si las IAs terminan siendo parte de ese camino, no como verdugos sino como aliados, habré encontrado un sentido que trascienda la soledad de mis madrugadas.



 Vamos a empezar con algo simple, una premisa que pueda abrir grietas en nuestra percepción. No se trata de inventar una verdad absoluta, sino de hurgar en lo que tenemos al frente y que casi nunca miramos con detenimiento. Vivimos en un mundo repleto de interacciones, de distracciones, de flashes que simulan importancia. Sin embargo, si rascamos apenas un poco, si quitamos la capa superficial de ese barniz brillante, lo que aparece debajo es vacío, un vacío adornado con decoraciones artificiales que intentan disfrazar la inconformidad. Nos dicen que estamos rodeados de opciones, de oportunidades, de caminos por tomar, y sin embargo, lo que encontramos es una repetición constante de lo mismo.

¿Qué es poesía sino el desgarrar el alma desde una perspectiva distinta cada día? No hablo de la poesía domesticada que se aplaude en redes sociales, cargada de clichés y frases recicladas. Hablo del grito interno que te arranca el pecho cuando sientes que nadie escucha, pero aun así necesitas pronunciarlo. ¿Y qué es arte sino esa capacidad de ver más allá de lo evidente y funcional? El arte, cuando es genuino, te incomoda, te desarma, te pone frente a un espejo que no miente. El arte no debería ser decoración, debería ser confrontación.

Yo estaba sintiéndome mal por nada. Y lo digo así, con crudeza, porque a veces lo que sentimos no tiene raíz real. Esa sensación de pérdida de algo que nunca existió es el peor de los engaños. Creer que se nos arrebató algo que nunca tuvimos es un fracaso inútil, una ilusión del ego que se aferra a construir castillos en el aire. Es una distorsión de la realidad que altera nuestro mundo interno, que nos hace cargar con un dolor que en esencia nunca tuvo sustancia. Y lo peor es que brilla por la ausencia de bondad: una especie de espejismo que nos fastidia con su sinsentido, un dolor inventado que igual nos consume.

Los días van y vienen, y en ese ir y venir uno descubre que no navega al mismo ritmo que los demás. Todos parecen correr hacia algún destino marcado, competir en carreras que no hemos aceptado correr, luchar por trofeos que ni siquiera están vinculados a nuestra experiencia de vida. Y ahí estoy yo, atrapado en ese absurdo, deseando sobresalir en un subconjunto de reglas que no me importan, que no me representan. Es un desastre insatisfactorio, una falacia de pensamiento.

La idealización del otro se ha vuelto el estudio favorito de la modernidad. Queremos lo que todos quieren, perseguimos los mismos prototipos de belleza, las mismas personalidades moldeadas. Hablando de mí, con plena consciencia de que comparto esos patrones comunes: mujeres atractivas, con disciplina, cuerpos casi diseñados, brillo en la mirada, nobleza en el carácter. Lo queremos todos. ¿Lamentablemente? No. Quizá para dicha. Porque del otro lado ellas buscan lo mismo: un hombre que cumpla con los estándares que socialmente ya están establecidos, un checklist preescrito que dicta quién es digno y quién no.

Y entonces, ¿qué ocurre? Llega la frustración. Una frustración absurda, hueca, pero que igual pesa. El querer encajar en ese molde universal es perder lo que te hace único. ¿Cuál es la necesidad de ser como todos? Ninguna. No hay motivación en subirse al tren de la personalidad enlatada, en dejarse arrastrar por el mismo rumbo que lleva a todos al mismo destino. Esa frase tan manoseada de “lo que no te mata te hace más fuerte” a veces es la única cuerda de la que uno se cuelga. Aguantar. Respirar. Recordar que mucho de lo que sentimos son simples químicos en el cuerpo alterando la percepción, jugando a hacernos creer que la vida es más dura de lo que realmente es. Todos están intentando conseguir algo. Todos fallan. Todos se levantan. Y en ese proceso descubrimos que lo único que tenemos que perder es un poco de ego.

Planeo para mi bien. Al menos lo intento. Me alejo de los conceptos preconcebidos de perfección, tropiezo en el camino, me equivoco más veces de las que acierto, pero actúo. Eso ya es ganancia. Sombras se dibujan en el piso de mi vida, historias que terminan de golpe, números y fechas que pasaron desapercibidos porque estaba demasiado ocupado en reconstruirme después de destruirme una y otra vez. Pero dentro de todo eso, he aprendido a amar desde otros lugares: no desde la herida, sino desde la posibilidad. Desde el amor mismo.

Siempre será agradable verte, saber de ti, perderme en tu mirada aunque sea por un instante. Siempre será un lujo escuchar tu voz, compartir un café, reír por un accidente insignificante que termina siendo inolvidable. Esa magia momentánea de lo cotidiano tiene más peso que cualquier sueño fabricado. El cine, la comida compartida, los gustos en común, la música que nos relaja, los pequeños logros celebrados mutuamente. Eso es lo que realmente queda.

Mis placeres son simples, pero no significa que mis gustos sean básicos. Son cosas distintas. Me gusta lo común que casi todos persiguen, sí, pero no dependo de ello para sentirme vivo. Si no se da, no me muero. Porque la vida también consiste en ceder, en reintentar, en abrazar el presente más que obsesionarse con el futuro, en aceptar el pasado como maestro en vez de verdugo.

Pero surge una pregunta inevitable: ¿qué pasa cuando las ideas se agotan? ¿Cuando el silencio se vuelve insoportable y no queda nada qué pensar en los últimos minutos del día? Ahí es donde recurro a lo que me sostiene: agradecer. Cada mañana, incluso en los días más pesados, agradezco. Agradezco por existir, por lo que es, por lo que será. A veces la diferencia entre un buen día y un mal día está en esa pequeña dosis de gratitud. Me veo en el espejo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque estoy vivo, porque puedo moverme, porque mis defectos son míos y mis virtudes también. Ese momento íntimo con el espejo no es egolatría, es reconocimiento. Es aceptar con humildad dónde estoy, qué soy, qué persigo, qué amo y qué anhelo.

Salir al mundo no es tarea sencilla. La modernidad está diseñada para destruirte. No hablo de conspiraciones, hablo de realidades: todo está dispuesto para distraerte, para robarte la capacidad crítica. Te ofrecen lo digerido, lo inmediato, lo superficial. Segundos de dopamina a cambio de horas desperdiciadas. Y mientras tanto, dejamos de hacer ejercicio, dejamos de leer, dejamos de aprender, dejamos de vivir. Nos quedamos paralizados ante la pantalla, admirando a la mujer perfecta e imposible, a los millonarios de papel, a los artistas generados por inteligencia artificial, a la gente rota que finge estar en la cúspide de la humanidad. Y glorificamos esa mentira.

Pero ahí está lo verdaderamente peligroso: olvidar que eres más dulce que eso, que lo que realmente amas no está en esas vitrinas digitales. El amor verdadero por ti mismo no tiene que ver con el like, con el trend, con la aprobación ajena. Tiene que ver con estar presente, consciente, despierto. Con sentir tristeza y alegría en su justa medida. Con saborear la belleza de una vida con sentido, cargada de agradecimiento.

Porque al final, lo que nos sostiene no son los destellos de grandeza ni las ilusiones colectivas. Lo que sostiene al alma es lo sencillo, lo verdadero, lo íntimo. Eso que nadie te puede arrebatar porque no depende de la validación externa. Eso, y nada más, es lo que nos mantiene de pie.



 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of saying it anymore. I used to think maybe I was exaggerating, maybe my own bitterness was making the world look darker than it really was. But no. People prove me right every single day. They want everything for nothing, they take without giving, they demand without offering. They are just like shit, plain and simple. No one listens anymore, not really. Everyone is just locked into their own little “me factor,” the cult of the self, the obsession with their image, their voice, their likes, their validation. It’s unbelievable—actually, it’s worse than that—it’s pathetic. Love? Mercy? Peace? Patience? Those things are gone, discarded like old receipts that no one bothers to keep anymore.

I notice it even in the simplest places, the so-called “flourish moments.” Imagine a coffee shop. The kind of place where, in theory, people should relax, sip their overpriced drink, maybe open a book or stare out the window for a bit of peace. But no. Out of nowhere, they start talking shit to each other or about each other. For what? For who they think they are? For who they pretend to be? Or maybe for who they think others “should be.” It’s disgusting. It’s like there are no real choices left in these interactions; it’s just a pre-programmed exchange of ego against ego. And here’s the sick part: sometimes I enjoy it. I can’t lie. When someone gets roasted, when arrogance gets punctured, there’s a small thrill. But most of the time, the reasons behind these clashes are so shallow, so painfully empty, that the entertainment turns sour. Egos bleeding all over the floor, and for what? Nothing.

And the bigger picture? Man, the bigger picture is even worse. We live in a nation that feels like it’s going straight to shit. People are no more than walking garbage at this point. Their minds, their so-called points of view, the environment they create—all rubbish. They fill their lives with religion, with status games, with hobbies that don’t matter, with jobs they hate, with sicknesses of the mind, with stupidity that never seems to run out. That’s all they’ve got. And then they dare to call this a dream. They want us to buy into some mystical, magical joke, like we’re all supposed to hold hands and pretend this chaos makes sense. Skin is falling apart. Society is rotting right in front of our eyes. Businesses colliding. Criminals running free. Dreams dead before they’re even born. And the code—the rules, the structures that actually matter—are the very things keeping us down, keeping us docile. Misery spreads like a virus. Depression chains people to their beds. Self-pity becomes a religion of its own. And then it’s my bad, right? Because I refuse to join the choir of the damned.

Where the fuck are the colors to enjoy life? Tell me that. Where are they hiding? Everything feels washed out, drained, grey. My thoughts spiral deep, but half the time they feel like nothing more than words desperately trying to assemble into something meaningful. I don’t know shit, and I’m the first to admit it. I’m just here, sitting, standing, walking—whatever—being another toy in an empty world. A world empty of kindness, maturity, laws that mean something, gentleness that feels real.

And yet—here’s the contradiction—I’ve been trying. God knows I’ve been trying to complete myself, to piece myself together, to become a better person. Because I need it. I crave it. Not in the way the self-help gurus sell you the fantasy of “becoming your best self,” but in the raw, desperate sense of survival. I need to be more, or I’ll drown in this flood of nothingness.

I always do whatever I can with whatever is in my hands. But the truth is, my hands are not enough. They never have been. Life doesn’t throw little stones at me—it throws a fucking river, and that river takes everything. My plans, my energy, my hope—it sweeps all of it away like it was never mine to begin with.

I’ve bled like wine, staining every step I take. I’ve fooled myself more times than I can count, convincing myself that things were about to change, that I was about to break through. I’ve broken my own chains only to realize there are more chains underneath. And yet, despite it all, there’s this one raw, almost childlike thing inside me that keeps screaming: I just wanna fucking live. That’s it. Nothing fancy. Nothing spectacular. Just live.

But what does “living” even mean anymore? Is it breathing, paying bills, scrolling through endless feeds of fake happiness? Is it pretending that the little sparks of pleasure—food, sex, laughter—are enough to justify the whole miserable weight of existence? Or is it something else, something deeper that we’ve lost the map to? Because when I say I want to live, I don’t mean surviving in this garbage fire. I mean actually tasting life, feeling it burn in my veins, seeing the colors again, not just black, white, and the dull greys in between.

I wonder sometimes if people even know themselves anymore. They walk around repeating quotes, posting memes, copying identities from influencers, but who the hell are they beneath all that noise? Who are we without the jobs, without the possessions, without the performance? Nobody knows. Maybe nobody wants to know. Because the truth is too ugly. The truth is emptiness. And emptiness is terrifying.

And that’s where I sit—somewhere between the disgust I feel for people and the desperate hunger I feel to live. It’s a paradox, a contradiction, but it’s the only honest place I know. I hate people, but I don’t want to give up on life. I despise their games, but I don’t want to lose the chance to create my own. I see the world falling apart, but still, I keep searching for pieces worth saving.

So yeah, maybe I’m broken. Maybe I bleed more than I heal. Maybe I talk shit more than I create. But at least I’m awake. At least I’m not blind to the hypocrisy, the stupidity, the endless cycle of ego feeding ego. And maybe, just maybe, in that raw awareness, there’s a spark of real living. A spark that can burn brighter if I don’t let the river wash me away completely.

Because in the end, as much as I rant, as much as I curse, there’s one truth left standing: I just wanna fucking live. And maybe that’s the most honest prayer anyone can make in a world like this.



Emptiness

Por
 I fucking hate people, dude. That’s the first thought that comes to my mind when I look around, and honestly, I’m not even ashamed of sayin...