No recuerdo desde cuándo empezó. Tal vez desde siempre. Pero fue hace apenas unas semanas cuando comenzó a manifestarse de forma concreta: Un zumbido constante, apenas perceptible al principio, como si algo minúsculo se moviera muy rápido dentro de mí. Un insecto, tal vez. O algo peor.
La primera noche que lo escuché estaba tendido en el piso del cuarto, sobre una cobija delgada. El aire acondicionado llevaba horas encendido, pero el calor era sólido, como un animal respirando sobre mi pecho. El sudor me empapaba la nuca, la espalda. Me latía la cabeza con violencia. Pensé que era la presión, otra vez. Desde que me enteré que se me disparaba con facilidad, cada punzada me parecía un presagio.
El zumbido se agudizaba a las tres con once minutos en punto. Siempre a esa hora. No era externo. No venía de la calle ni de ningún aparato. Lo supe porque lo sentía dentro del cráneo, rebotando en las paredes del pensamiento. Era como si algo se riera en una frecuencia apenas humana.
No se lo dije a nadie. ¿Cómo explicar que hay algo que zumba dentro de ti como un enjambre contenido? Un poco como si doliera, como si el cuerpo supiera que algo está mal pero no decidiera gritarlo. La piel comienza a doler, a volverse intolerable, como si el cuerpo ya no te perteneciera.
Pasé noches sin dormir. Empecé a evitar los espejos porque me sentía ajeno. Mis ojos tenían un brillo extraño, cristalino. Y debajo del brillo, el cansancio. Un cansancio que no era solo físico: Era el peso de años de no saber decir que no, de cargar culpas ajenas, de haberme quedado quieto cuando debía haber corrido.
La tercera noche sin sueño, sentí que el zumbido descendía. Ya no estaba solo en la cabeza. Se movía. Bajaba por la garganta, rozaba el pecho, se instalaba justo donde la ansiedad aprieta. Me dolía respirar. Me dolía pensar.
Me arrastré hasta el baño. Abrí la llave del lavabo y me eché agua en la cara. Me miré. Me vi. No era un rostro enfermo. Era un rostro roto. Y entonces lo entendí. Me desnudé y me metí a bañar, las gotas de sudor atravesaban mi cuerpo al tiempo que las del agua fría y limpia lo depuraban.
El zumbido era lo otro, ¿el anfitrión era yo? Lo que creció en cada noche en que no me defendí, en cada silencio que tragué por miedo a ser incómodo, en cada decisión que postergué esperando que alguien más resolviera por mí.
Me senté en el suelo. Dejé que el agua corriera sobre mis pies. Lloré. No de tristeza. Lloré como quien saca una espina larga y oxidada del alma.
Y le hablé. Al zumbido. A eso. A mí.
—No me vas a vencer. Esta vez, no.
No se fue de inmediato. Pero algo cambió. El calor no desapareció, pero dejó de sofocar. El dolor seguía, pero no paralizaba.
Estaba por amanecer, las cinco y tres.
Tomé un vaso con agua. Un libro. Puse música en la tele. No me dormí. Pero me reconforté.
Y al mediodía, cuando el sol estaba alto y cruel, abrí la casa. Dejé que el viento entrara. Lo dejé ventilar todo.
Por primera vez en años, no sentí horror. Solo un poco de espacio para mí. Y logré descansar.
No recuerdo desde cuándo empezó. Tal vez desde siempre. Pero fue hace apenas unas semanas cuando comenzó a manifestarse de forma concreta: Un zumbido constante, apenas perceptible al principio, como si algo minúsculo se moviera muy rápido dentro de mí. Un insecto, tal vez. O algo peor.
La primera noche que lo escuché estaba tendido en el piso del cuarto, sobre una cobija delgada. El aire acondicionado llevaba horas encendido, pero el calor era sólido, como un animal respirando sobre mi pecho. El sudor me empapaba la nuca, la espalda. Me latía la cabeza con violencia. Pensé que era la presión, otra vez. Desde que me enteré que se me disparaba con facilidad, cada punzada me parecía un presagio.
El zumbido se agudizaba a las tres con once minutos en punto. Siempre a esa hora. No era externo. No venía de la calle ni de ningún aparato. Lo supe porque lo sentía dentro del cráneo, rebotando en las paredes del pensamiento. Era como si algo se riera en una frecuencia apenas humana.
No se lo dije a nadie. ¿Cómo explicar que hay algo que zumba dentro de ti como un enjambre contenido? Un poco como si doliera, como si el cuerpo supiera que algo está mal pero no decidiera gritarlo. La piel comienza a doler, a volverse intolerable, como si el cuerpo ya no te perteneciera.
Pasé noches sin dormir. Empecé a evitar los espejos porque me sentía ajeno. Mis ojos tenían un brillo extraño, cristalino. Y debajo del brillo, el cansancio. Un cansancio que no era solo físico: Era el peso de años de no saber decir que no, de cargar culpas ajenas, de haberme quedado quieto cuando debía haber corrido.
La tercera noche sin sueño, sentí que el zumbido descendía. Ya no estaba solo en la cabeza. Se movía. Bajaba por la garganta, rozaba el pecho, se instalaba justo donde la ansiedad aprieta. Me dolía respirar. Me dolía pensar.
Me arrastré hasta el baño. Abrí la llave del lavabo y me eché agua en la cara. Me miré. Me vi. No era un rostro enfermo. Era un rostro roto. Y entonces lo entendí. Me desnudé y me metí a bañar, las gotas de sudor atravesaban mi cuerpo al tiempo que las del agua fría y limpia lo depuraban.
El zumbido era lo otro, ¿el anfitrión era yo? Lo que creció en cada noche en que no me defendí, en cada silencio que tragué por miedo a ser incómodo, en cada decisión que postergué esperando que alguien más resolviera por mí.
Me senté en el suelo. Dejé que el agua corriera sobre mis pies. Lloré. No de tristeza. Lloré como quien saca una espina larga y oxidada del alma.
Y le hablé. Al zumbido. A eso. A mí.
—No me vas a vencer. Esta vez, no.
No se fue de inmediato. Pero algo cambió. El calor no desapareció, pero dejó de sofocar. El dolor seguía, pero no paralizaba.
Estaba por amanecer, las cinco y tres.
Tomé un vaso con agua. Un libro. Puse música en la tele. No me dormí. Pero me reconforté.
Y al mediodía, cuando el sol estaba alto y cruel, abrí la casa. Dejé que el viento entrara. Lo dejé ventilar todo.
Por primera vez en años, no sentí horror. Solo un poco de espacio para mí. Y logré descansar.