Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entre letras o cerrar los ojos en medio de un viaje. Es un ritual sencillo, pero poderoso: las notas suenan como viejas conocidas, con esa familiaridad que se instala en los huesos, un abrazo invisible que me recuerda que, aunque el mundo afuera arda, aquí dentro existe un espacio seguro. Cada canción se convierte en una repetición casi ceremonial, una historia que ya conozco, un patrón de golpes musicales que no me sorprende pero sí me calma. Quizá por eso lo llamo mi lugar seguro: porque no exige nada, no juzga, no hiere. Simplemente está.
Tirar palabras es, en apariencia, sencillo. Solo basta con escuchar lo que el corazón tiene ganas de gritar y dejar que las frases caigan, como hojas que el viento arranca de un árbol cansado. Algunas veces salen hartas, cansadas de un mundo que no entiende. Otras nacen desesperadas, como si buscaran una salida imposible. Hay ocasiones en las que surgen enfermas, manchadas de tristeza y de fiebre mental; y otras en las que se expresan con lágrimas, con rabia callada, con heridas que no cicatrizan. También aparecen palabras frescas, transparentes, ansiosas de vida; palabras experimentales que buscan quebrar el molde, dramáticas que exigen atención, candentes que arden como brasas recién encendidas. Escribir es esa danza entre todas las emociones: un árbol sacudido hasta el delirio, que deja caer frutos dulces y venenosos por igual.
Cada noche, cuando me siento frente al teclado, comienzo una coreografía que nadie más ve. Mis dedos se convierten en bailarines que se deslizan sobre las teclas, ejecutando pasos improvisados en un escenario que solo yo habito. No escribo para competir, pero siento que debo demostrar algo, incluso si solo es a mí mismo. Practico, ensayo, tropiezo, me corrijo. Juego a mantener un hilo conversacional en mi mente mientras la música de fondo me recuerda que no estoy del todo solo. Es un baile de errores mínimos y pequeñas victorias, una disciplina silenciosa donde la única regla es no dejar de moverse.
Y sin embargo, al final de tantas noches, no logro entender por qué nada parece lo suficientemente bueno. Tal vez la razón esté en que me aferro demasiado al pasado. Me quedo atrapado en recuerdos que ya cumplieron su función, pero que insisto en revivir una y otra vez, como un adicto que sabe que la droga lo mata pero no puede dejarla. La nostalgia se volvió mi musa más cruel y la depresión, mi compañera más fiel. Y mientras me encierro en esas emociones, la vida real, la que ocurre afuera, sigue pasando sin que yo la vea. Las verdaderas aventuras, las que podrían rescatarme de este encierro, siguen siendo invisibles para mí.
Entonces me pregunto: ¿será que no soy un escritor frustrado, sino simplemente un redactor sin paga? Quizá lo único que hago es venir aquí a descargar mi dosis de desestrés, a golpear el teclado como quien golpea un saco de boxeo. Tal vez solo soy un tipo que escupe en un mundo que siente que lo rechaza, que insulta cada vez que se mira en el espejo y descubre en su reflejo a un ciudadano mediocre, sometido, incapaz de rebelarse. Y en medio de esa rabia, surge la convicción de que cualquiera que llegue a conocer mi versión más monstruosa debe desaparecer de mi camino.
Porque, dime, ¿qué te hace pensar que no palidecerías ante alguien que lo ha perdido todo y aun así carga con la certeza de su propia insignificancia? Esa contradicción es a la vez romántica y odiosa: sentirse fuerte por haber sobrevivido y débil por seguir siendo tan humano. Es más fácil juzgarme desde fuera, concluir que estoy loco, que lo que hago es solo verborrea vacía, que soy ingenuo e incapaz de dañar a alguien. Quizá pienses que jamás heriría a nadie a conciencia, que necesitaría algo atroz para tomar una decisión oscura. Pero la verdad es otra: existen límites, fronteras invisibles que, si llegas a cruzar, ya no respondería yo, sino esa otra presencia que duerme en mí. Ese alguien a quien conviene mantener bajo control.
No esperes de él una mirada roja de ira o un ataque histérico. No lo escucharás gritar ni lo verás temblar de furia. No se anuncia con estridencias. Es un ente discreto, una llama encendida por una corriente de aire invisible, un fuego que nadie puede contener. Y si alguna vez llega a atraparte, no te persigue: simplemente te consume.
Pero no temas demasiado. Aquí estoy yo, como guardián, convenciendo a ese ser de que no vale la pena, alimentándolo de calma, enseñándole fragmentos de estoicismo, llenándole la cabeza con imágenes pacíficas, con información inútil, con distracciones baratas que lo mantengan entretenido. Lo hago sentir vulnerable a través de mi propia fragilidad, como si mi vida fuera también la suya. Es un trato silencioso: él no estalla y yo no me rindo.
Las crónicas de lo que podría hacer jamás serán escritas. Nadie necesita saber de lo que sería capaz. Y espero nunca tener que averiguarlo. Porque dejarlo florecer implicaría renunciar a todo lo que soy, quedarme en silencio, apagar mi mente, rendirme ante la indiferencia. Solo entonces aparecería, y en ese escenario, lo único que quedaría por hacer sería rogar misericordia.
Quién es, qué quiere, por qué se oculta, son preguntas que prefiero no responder. Mejor así. Porque si algo me ha enseñado la vida es que la maldad, cuando se alimenta de dolor e insatisfacción, no conoce límites. Y aunque él pudiera justificarlo como justicia, en el fondo sería solo destrucción. Bastaría conectar un par de puntos, tomar una decisión fría, y todo lo que hoy vive se reduciría a nada.
Una bestia sin compasión ni medida, intempestiva, sería capaz de aniquilarlo todo. Y lo más terrible es que ni siquiera después de ese desastre vendría lo peor. Porque las consecuencias de la violencia no se limitan a las víctimas directas: alcanzan a cualquiera que se cruce con su eco. Basta con un “qué lamentable suceso” para que la onda expansiva llegue al amigo de un amigo, al conocido de un conocido. Y así, el dolor se vuelve contagioso.
En ese punto, ya no habría lágrimas suficientes. No existiría escondite ni contexto que pudiera salvarte. Todo se reduciría a un vacío, a una ausencia insoportable.
Y, sin embargo, la vida no debería ser un duelo constante para demostrar quién es más fuerte o más débil. En este momento ni siquiera intento vencer mis miedos. Simplemente camino con ellos, como quien se acostumbra a la sombra que lo acompaña a todas partes. Se han vuelto parte de mí, firma e identidad, una especie de aura invisible. Mientras tanto, me muevo por la normalidad con un trabajo común, actividades simples, rutinas que cualquiera consideraría irrelevantes.
Aun así, agradezco. Agradezco poder sentir, amar, observar, escuchar, oler y saborear. Agradezco pertenecer, aunque sea en un mundo que parece podrirse día con día, en una generación que se autodestruye mientras el Universo, indiferente, sigue su curso. Porque al final eso somos: prescindibles, reemplazables, olvidables, efímeros. Pero también somos testigos. Y en ese testimonio, aunque sea breve, aunque sea insignificante, se esconde la única eternidad que me pertenece.
Enciendo mi playlist favorito, el mismo que me acompaña en los momentos en que necesito refugiarme en mí mismo, cuando quiero perderme entre letras o cerrar los ojos en medio de un viaje. Es un ritual sencillo, pero poderoso: las notas suenan como viejas conocidas, con esa familiaridad que se instala en los huesos, un abrazo invisible que me recuerda que, aunque el mundo afuera arda, aquí dentro existe un espacio seguro. Cada canción se convierte en una repetición casi ceremonial, una historia que ya conozco, un patrón de golpes musicales que no me sorprende pero sí me calma. Quizá por eso lo llamo mi lugar seguro: porque no exige nada, no juzga, no hiere. Simplemente está.
Tirar palabras es, en apariencia, sencillo. Solo basta con escuchar lo que el corazón tiene ganas de gritar y dejar que las frases caigan, como hojas que el viento arranca de un árbol cansado. Algunas veces salen hartas, cansadas de un mundo que no entiende. Otras nacen desesperadas, como si buscaran una salida imposible. Hay ocasiones en las que surgen enfermas, manchadas de tristeza y de fiebre mental; y otras en las que se expresan con lágrimas, con rabia callada, con heridas que no cicatrizan. También aparecen palabras frescas, transparentes, ansiosas de vida; palabras experimentales que buscan quebrar el molde, dramáticas que exigen atención, candentes que arden como brasas recién encendidas. Escribir es esa danza entre todas las emociones: un árbol sacudido hasta el delirio, que deja caer frutos dulces y venenosos por igual.
Cada noche, cuando me siento frente al teclado, comienzo una coreografía que nadie más ve. Mis dedos se convierten en bailarines que se deslizan sobre las teclas, ejecutando pasos improvisados en un escenario que solo yo habito. No escribo para competir, pero siento que debo demostrar algo, incluso si solo es a mí mismo. Practico, ensayo, tropiezo, me corrijo. Juego a mantener un hilo conversacional en mi mente mientras la música de fondo me recuerda que no estoy del todo solo. Es un baile de errores mínimos y pequeñas victorias, una disciplina silenciosa donde la única regla es no dejar de moverse.
Y sin embargo, al final de tantas noches, no logro entender por qué nada parece lo suficientemente bueno. Tal vez la razón esté en que me aferro demasiado al pasado. Me quedo atrapado en recuerdos que ya cumplieron su función, pero que insisto en revivir una y otra vez, como un adicto que sabe que la droga lo mata pero no puede dejarla. La nostalgia se volvió mi musa más cruel y la depresión, mi compañera más fiel. Y mientras me encierro en esas emociones, la vida real, la que ocurre afuera, sigue pasando sin que yo la vea. Las verdaderas aventuras, las que podrían rescatarme de este encierro, siguen siendo invisibles para mí.
Entonces me pregunto: ¿será que no soy un escritor frustrado, sino simplemente un redactor sin paga? Quizá lo único que hago es venir aquí a descargar mi dosis de desestrés, a golpear el teclado como quien golpea un saco de boxeo. Tal vez solo soy un tipo que escupe en un mundo que siente que lo rechaza, que insulta cada vez que se mira en el espejo y descubre en su reflejo a un ciudadano mediocre, sometido, incapaz de rebelarse. Y en medio de esa rabia, surge la convicción de que cualquiera que llegue a conocer mi versión más monstruosa debe desaparecer de mi camino.
Porque, dime, ¿qué te hace pensar que no palidecerías ante alguien que lo ha perdido todo y aun así carga con la certeza de su propia insignificancia? Esa contradicción es a la vez romántica y odiosa: sentirse fuerte por haber sobrevivido y débil por seguir siendo tan humano. Es más fácil juzgarme desde fuera, concluir que estoy loco, que lo que hago es solo verborrea vacía, que soy ingenuo e incapaz de dañar a alguien. Quizá pienses que jamás heriría a nadie a conciencia, que necesitaría algo atroz para tomar una decisión oscura. Pero la verdad es otra: existen límites, fronteras invisibles que, si llegas a cruzar, ya no respondería yo, sino esa otra presencia que duerme en mí. Ese alguien a quien conviene mantener bajo control.
No esperes de él una mirada roja de ira o un ataque histérico. No lo escucharás gritar ni lo verás temblar de furia. No se anuncia con estridencias. Es un ente discreto, una llama encendida por una corriente de aire invisible, un fuego que nadie puede contener. Y si alguna vez llega a atraparte, no te persigue: simplemente te consume.
Pero no temas demasiado. Aquí estoy yo, como guardián, convenciendo a ese ser de que no vale la pena, alimentándolo de calma, enseñándole fragmentos de estoicismo, llenándole la cabeza con imágenes pacíficas, con información inútil, con distracciones baratas que lo mantengan entretenido. Lo hago sentir vulnerable a través de mi propia fragilidad, como si mi vida fuera también la suya. Es un trato silencioso: él no estalla y yo no me rindo.
Las crónicas de lo que podría hacer jamás serán escritas. Nadie necesita saber de lo que sería capaz. Y espero nunca tener que averiguarlo. Porque dejarlo florecer implicaría renunciar a todo lo que soy, quedarme en silencio, apagar mi mente, rendirme ante la indiferencia. Solo entonces aparecería, y en ese escenario, lo único que quedaría por hacer sería rogar misericordia.
Quién es, qué quiere, por qué se oculta, son preguntas que prefiero no responder. Mejor así. Porque si algo me ha enseñado la vida es que la maldad, cuando se alimenta de dolor e insatisfacción, no conoce límites. Y aunque él pudiera justificarlo como justicia, en el fondo sería solo destrucción. Bastaría conectar un par de puntos, tomar una decisión fría, y todo lo que hoy vive se reduciría a nada.
Una bestia sin compasión ni medida, intempestiva, sería capaz de aniquilarlo todo. Y lo más terrible es que ni siquiera después de ese desastre vendría lo peor. Porque las consecuencias de la violencia no se limitan a las víctimas directas: alcanzan a cualquiera que se cruce con su eco. Basta con un “qué lamentable suceso” para que la onda expansiva llegue al amigo de un amigo, al conocido de un conocido. Y así, el dolor se vuelve contagioso.
En ese punto, ya no habría lágrimas suficientes. No existiría escondite ni contexto que pudiera salvarte. Todo se reduciría a un vacío, a una ausencia insoportable.
Y, sin embargo, la vida no debería ser un duelo constante para demostrar quién es más fuerte o más débil. En este momento ni siquiera intento vencer mis miedos. Simplemente camino con ellos, como quien se acostumbra a la sombra que lo acompaña a todas partes. Se han vuelto parte de mí, firma e identidad, una especie de aura invisible. Mientras tanto, me muevo por la normalidad con un trabajo común, actividades simples, rutinas que cualquiera consideraría irrelevantes.
Aun así, agradezco. Agradezco poder sentir, amar, observar, escuchar, oler y saborear. Agradezco pertenecer, aunque sea en un mundo que parece podrirse día con día, en una generación que se autodestruye mientras el Universo, indiferente, sigue su curso. Porque al final eso somos: prescindibles, reemplazables, olvidables, efímeros. Pero también somos testigos. Y en ese testimonio, aunque sea breve, aunque sea insignificante, se esconde la única eternidad que me pertenece.