Aprender A Ir Ligero

 En un mundo acelerado donde todos, sin excepción, parecen tener la necesidad inminente de demostrar valía, ser un revolucionario intelectual implica darte el tiempo para pensar, aceptar que los errores son responsabilidad personal, aprender a llevar lo que te toca, tranquilizarte cuando te sientes tentado por nuevas ofertas y contemplar la belleza donde no suele ser vista. A veces tendrás que levantarte a las cinco de la mañana un sábado y empezar a escribir lo que sientes a modo de resumen semanal, como un acto de honestidad contigo.

Venía viviendo con la intención de mejora continua, poniéndome objetivos claros, cada vez más agresivos, y entonces me pregunté para qué, de verdad, para qué. Citando mi frase favorita de Fight Club: “Nos compramos cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para impresionar a gente que no nos importa.”

Hace tiempo dejé de perseguir esa carrera sin sentido. Reconocí que no todos van a encontrar valor en mí, y eso está bien. Comprendí que debía dejar ir a las personas que quisieran alejarse de mi vida sin dramatizar, y que las posesiones no definen el valor de nadie. Sí, es cierto que algunas cosas son necesarias para el funcionamiento de la existencia y que otras brindan comodidad. Pero fuera de esos dos parámetros, cualquier cosa adicional es un extra superficial.

Y con eso no busco afirmar que lo material carece de utilidad. Cada quien es libre de poseer lo que pueda y quiera tener. No hablo desde un sermón anticonsumista que me queda grande, al contrario: me conozco y sé que mis gustos pueden ser costosos. Hablo desde la lógica del apego. Para mí, en este momento de mi vida, las pertenencias o son funcionales o son un adorno. Y si solo adornan, entonces no deberían llegar a convertirse en sobrecarga emocional, económica o espiritual.

Abrazar el minimalismo y la austeridad sin caer en extremos enfermizos resulta liberador. Decir “no necesito más allá de unos cuantos pesos para sobrellevar mis necesidades diarias, y lo que venga después es un detalle que embellece mi existencia” me ha puesto las cosas en perspectiva. No se trata de volverte tacaño ni de dejar de ser generoso. Quiero que quede claro: se puede vivir ligero sin obsesionarse con economizar hasta en el jabón del baño. Porque nada hay más alejado del minimalismo que el amor al dinero. Lo que busco es sentirme pleno con lo que tengo y con lo que puedo permitirme, sin aflicción, sin envidia, sin FOMO, y sin ambiciones absurdas que solo llenan vacíos con ruido.

Quizá es parte de madurar darte cuenta de que no necesitas hacer una y mil cosas que todo mundo presume en redes. Tal vez es consecuencia de haber marcado una distancia necesaria con respecto a la vida digital que solía drenarme. Quizá es solo que las tendencias dejaron de importarme.

En el trabajo me preguntan si estoy preocupado porque una nueva generación de empleados, además de la inteligencia artificial, está ocupando los puestos que antes eran de perfiles como el mío. La verdad: no. La vida es una suma de ciclos. Aunque busques permanencia, hay momentos en que no te van a respetar ni valorar. Puede llegar el día en el que un jefe diga “prefiero al Junior que cobra una fracción de tu sueldo”, y ni modo. Así funciona el capitalismo: generar más, gastar menos, explotar los recursos mientras dure la oportunidad.

¿Y qué pasará conmigo ahora que puedo quedarme sin trabajo de nuevo?
No lo sé.

De momento ni siquiera tengo fecha de salida, nadie me lo ha comunicado. Pero estoy en paz. Y eso es lo crucial.

En estos días hice algo que me tiene escribiendo con otra mentalidad: recorrí un mes mis propósitos del año. En lugar de enero a diciembre, mi ciclo ahora es de diciembre a noviembre. ¿Por qué? Porque diciembre suele percibirse como cierre, descanso prematuro, autocomplacencia disfrazada de “me lo gané”, una invitación a la flojera que posterga sueños. Es un truco psicológico que se convierte en autoengaño. Y así empezamos enero con entusiasmo y conforme avanza el calendario, las metas se diluyen. Yo tampoco he sido ajeno a esa dinámica.

Así que decidí jugar diferente esta vez: mi mes extra de motivación será diciembre. Cuando todos se rindan, yo estaré trabajando en mí. Falta ver qué tal funciona cuando llegue noviembre del año que viene, pero tengo una buena sensación.

Me alegra haber alcanzado algunos propósitos del año actual. Otros siguen en proceso, más complejos de lo que imaginé. Pero volví al hábito de leer un libro a la semana, lo cual me ayuda a rescatar espacios diarios que antes regalaba a las redes sociales. Ha habido metas que no logré y, en vez de frustrarme, tomé decisiones: avanzar con lo que aún me sirva y soltar lo que ya no aporta sentido.

Para este nuevo periodo decidí reducir mis propósitos a siete. Uno por cada área esencial que considero importante en mi vida. Son metas menos grandilocuentes, pero más conscientes. No busco presumir nada ni vivir bajo presión. Solo crecer de forma que tenga sentido para mí.

Y así, cada meta, cada plan, cada hábito, cada intención y cada responsabilidad termina consolidándose como una pieza de mi identidad. Algo que me representa como ser humano que intenta actualizarse sin negar sus sombras. Alguien que reconoce sus errores y su egoísmo. Que es consciente de sus defectos, de sus vacilaciones, de la manera en que puede fallarse a sí mismo sin darse cuenta. Pero también alguien que sabe que, en medio del caos, del colapso informativo y de la velocidad absurda con la que gira el mundo, todavía vale la pena sentarse en una banca del parque, respirar hondo y mirar el presente.

Tomar una foto a mis propios pies, jugueteando con el pasto y la tierra. No para intelectualizar el instante ni convertirlo en discurso motivacional. Sino para recordar lo que nos vuelve humanos: el suelo que pisamos, las victorias y derrotas pasajeras, la vida que pasa sin pedir permiso, la conexión con este universo que compartimos, incluso cuando sentimos que vamos solos.

Porque estar vivo ya es un proyecto enorme. Y vale la pena registrarlo.
Quizá la verdadera revolución sea aprender a ser menos y vivir más.



 En un mundo acelerado donde todos, sin excepción, parecen tener la necesidad inminente de demostrar valía, ser un revolucionario intelectual implica darte el tiempo para pensar, aceptar que los errores son responsabilidad personal, aprender a llevar lo que te toca, tranquilizarte cuando te sientes tentado por nuevas ofertas y contemplar la belleza donde no suele ser vista. A veces tendrás que levantarte a las cinco de la mañana un sábado y empezar a escribir lo que sientes a modo de resumen semanal, como un acto de honestidad contigo.

Venía viviendo con la intención de mejora continua, poniéndome objetivos claros, cada vez más agresivos, y entonces me pregunté para qué, de verdad, para qué. Citando mi frase favorita de Fight Club: “Nos compramos cosas que no necesitamos, con dinero que no tenemos, para impresionar a gente que no nos importa.”

Hace tiempo dejé de perseguir esa carrera sin sentido. Reconocí que no todos van a encontrar valor en mí, y eso está bien. Comprendí que debía dejar ir a las personas que quisieran alejarse de mi vida sin dramatizar, y que las posesiones no definen el valor de nadie. Sí, es cierto que algunas cosas son necesarias para el funcionamiento de la existencia y que otras brindan comodidad. Pero fuera de esos dos parámetros, cualquier cosa adicional es un extra superficial.

Y con eso no busco afirmar que lo material carece de utilidad. Cada quien es libre de poseer lo que pueda y quiera tener. No hablo desde un sermón anticonsumista que me queda grande, al contrario: me conozco y sé que mis gustos pueden ser costosos. Hablo desde la lógica del apego. Para mí, en este momento de mi vida, las pertenencias o son funcionales o son un adorno. Y si solo adornan, entonces no deberían llegar a convertirse en sobrecarga emocional, económica o espiritual.

Abrazar el minimalismo y la austeridad sin caer en extremos enfermizos resulta liberador. Decir “no necesito más allá de unos cuantos pesos para sobrellevar mis necesidades diarias, y lo que venga después es un detalle que embellece mi existencia” me ha puesto las cosas en perspectiva. No se trata de volverte tacaño ni de dejar de ser generoso. Quiero que quede claro: se puede vivir ligero sin obsesionarse con economizar hasta en el jabón del baño. Porque nada hay más alejado del minimalismo que el amor al dinero. Lo que busco es sentirme pleno con lo que tengo y con lo que puedo permitirme, sin aflicción, sin envidia, sin FOMO, y sin ambiciones absurdas que solo llenan vacíos con ruido.

Quizá es parte de madurar darte cuenta de que no necesitas hacer una y mil cosas que todo mundo presume en redes. Tal vez es consecuencia de haber marcado una distancia necesaria con respecto a la vida digital que solía drenarme. Quizá es solo que las tendencias dejaron de importarme.

En el trabajo me preguntan si estoy preocupado porque una nueva generación de empleados, además de la inteligencia artificial, está ocupando los puestos que antes eran de perfiles como el mío. La verdad: no. La vida es una suma de ciclos. Aunque busques permanencia, hay momentos en que no te van a respetar ni valorar. Puede llegar el día en el que un jefe diga “prefiero al Junior que cobra una fracción de tu sueldo”, y ni modo. Así funciona el capitalismo: generar más, gastar menos, explotar los recursos mientras dure la oportunidad.

¿Y qué pasará conmigo ahora que puedo quedarme sin trabajo de nuevo?
No lo sé.

De momento ni siquiera tengo fecha de salida, nadie me lo ha comunicado. Pero estoy en paz. Y eso es lo crucial.

En estos días hice algo que me tiene escribiendo con otra mentalidad: recorrí un mes mis propósitos del año. En lugar de enero a diciembre, mi ciclo ahora es de diciembre a noviembre. ¿Por qué? Porque diciembre suele percibirse como cierre, descanso prematuro, autocomplacencia disfrazada de “me lo gané”, una invitación a la flojera que posterga sueños. Es un truco psicológico que se convierte en autoengaño. Y así empezamos enero con entusiasmo y conforme avanza el calendario, las metas se diluyen. Yo tampoco he sido ajeno a esa dinámica.

Así que decidí jugar diferente esta vez: mi mes extra de motivación será diciembre. Cuando todos se rindan, yo estaré trabajando en mí. Falta ver qué tal funciona cuando llegue noviembre del año que viene, pero tengo una buena sensación.

Me alegra haber alcanzado algunos propósitos del año actual. Otros siguen en proceso, más complejos de lo que imaginé. Pero volví al hábito de leer un libro a la semana, lo cual me ayuda a rescatar espacios diarios que antes regalaba a las redes sociales. Ha habido metas que no logré y, en vez de frustrarme, tomé decisiones: avanzar con lo que aún me sirva y soltar lo que ya no aporta sentido.

Para este nuevo periodo decidí reducir mis propósitos a siete. Uno por cada área esencial que considero importante en mi vida. Son metas menos grandilocuentes, pero más conscientes. No busco presumir nada ni vivir bajo presión. Solo crecer de forma que tenga sentido para mí.

Y así, cada meta, cada plan, cada hábito, cada intención y cada responsabilidad termina consolidándose como una pieza de mi identidad. Algo que me representa como ser humano que intenta actualizarse sin negar sus sombras. Alguien que reconoce sus errores y su egoísmo. Que es consciente de sus defectos, de sus vacilaciones, de la manera en que puede fallarse a sí mismo sin darse cuenta. Pero también alguien que sabe que, en medio del caos, del colapso informativo y de la velocidad absurda con la que gira el mundo, todavía vale la pena sentarse en una banca del parque, respirar hondo y mirar el presente.

Tomar una foto a mis propios pies, jugueteando con el pasto y la tierra. No para intelectualizar el instante ni convertirlo en discurso motivacional. Sino para recordar lo que nos vuelve humanos: el suelo que pisamos, las victorias y derrotas pasajeras, la vida que pasa sin pedir permiso, la conexión con este universo que compartimos, incluso cuando sentimos que vamos solos.

Porque estar vivo ya es un proyecto enorme. Y vale la pena registrarlo.
Quizá la verdadera revolución sea aprender a ser menos y vivir más.



Seguir Leyendo

 Hoy fui dos veces al café. Me gusta ir en el transcurso de la mañana cuando es día de descanso, pedirme algo para desayunar ahí y de paso aprovechar a leer un poco o escuchar algún podcast en lo que la lavadora termina su trabajo. Es mi forma de empezar el día sin brusquedad, pero con intención.

En la noche, casi por inercia, termino regresando. Se ha vuelto mi Tercer Lugar, ese punto medio entre mi casa y el trabajo donde no tengo que explicar quién soy. La gente que trabaja ahí ya me reconoce, y eso genera un tipo extraño de pertenencia. Me puse como propósito llevarme un libro cada noche y leer al menos cincuenta páginas. Si soy constante, eso significa un libro de trescientas cincuenta páginas a la semana. Es un compromiso conmigo mismo, más que con los libros.

Pero leer no lo es todo. Lo uso como herramienta para darle textura a mis días, no como una obligación. En las últimas semanas he trabajado mucho en romper lazos con cosas que me desgastan. He intentado rodearme de hábitos que me regresen al estilo de vida que quiero llevar. Suena sencillo, pero no lo es. Un día libre puede torcerse fácil y convertirse en un agujero de horas perdidas, donde todo propósito se diluye mientras hago scroll hasta que el sueño se cansa de esperarme.

Por eso, tuve que ajustar el plan. Si tengo un día de descanso, voy a salir. Aunque sea a caminar en la plaza. meterme al cine, asistir al teatro o sentarme en un parque. Lo que sea con tal de no pasar todo el tiempo encerrado. Si eso implica alejarme de la computadora, ni modo. Los días libres no son para resolver pendientes ni para obsesionarme con pantallas.

Quiero una vida tranquila y en paz. Una vida rodeada de amor, de gente que sume, de momentos que valgan la pena repetir. Quiero crear, producir, hacer cosas que me hagan sentir orgulloso. Pero también quiero descansar sin sentir culpa. Sin pensar que estoy fallando si me detengo.

Y creo que estoy aprendiendo que esa mezcla —entre producir y darme permiso de respirar— es lo más parecido a estar vivo de una forma que sí se siente mía.



Darme Permiso

Por
 Hoy fui dos veces al café. Me gusta ir en el transcurso de la mañana cuando es día de descanso, pedirme algo para desayunar ahí y de paso a...

 Estuvo raro el día, lo he de reconocer, cuando tienes demasiadas ganas de conseguir algo, luego llega y se siente raro, pensando en el vacío post-logro que le llaman. Ayer fui a la plaza, tenía un par de meses queriendo ir, y la pasé bien, desde mi perspectiva no fue como que algo hiciera falta, sin embargo, conforme el día transcurría me di cuenta que no estaba alcanzando el pico de diversión y agrado que ilusamente puse en mi mente, lo cual se tradujo en un momento de introspección y análisis que me hizo llegar a la conclusión de que cualquier lugar puede resultar satisfactorio si se quiere, porque no es el lugar, es uno mismo.

Y es que he estado en sitios repletos de gente experimentando incomodidad de ser chocado múltiples veces por quienes llevan más prisa que yo así como en otras ocasiones he sido genuinamente ignorado e invisibilizado y en ambas se siente raro, se siente mal. No sé cuál de las dos me agrada más, creo que ninguna, de verdad.

Entonces decidí que lo más sano para mi mente es mantenerse en lugares familiares, con círculos de gente que conozca; dejando las “experiencias” a mis side quests; quizá quede como alguien huraño, pero es que tanto tener el foco de atención como sentir que no existo, se convierten en emociones que no me agrada experimentar. Por lo que prefiero estar donde sí sea visto, pero no de una forma que me llegue a resultar desagradable.

Últimamente noto que disfruto más cuando no hay expectativas de por medio. Cuando no espero que el día sea perfecto, ni que las personas actúen como imagino. Hay algo liberador en permitir que las cosas pasen sin medir su valor. Quizá eso es crecer: dejar de perseguir sensaciones y empezar a construir calma, incluso en medio de lo ordinario.

Porque al final, no se trata de volver a buscar lugares distintos para sentir algo nuevo, sino de aprender a estar bien en los mismos, bajo otras circunstancias. Cambiar la mirada, no el entorno. Tal vez lo que me hace falta no es más movimiento, sino más quietud; no más planes, sino más presencia. Y si eso me convierte en alguien reservado, que así sea, pero al menos estaré en paz.



 Day Off Mantra: Go for a walk. Listen to music. Clean your house. Read a book. Get a coffee. Watch a match. Play some games. Have a nice lunch. Embrace yourself. Meet the girl. Make her love. Enjoy a movie. Couple dinner. Rest your day. Write a few pages.

There are days when you simply need to stop pretending you’re made of steel. You walk outside, stretch your back, and breathe as if the world isn’t chasing you. The sun feels different when it’s not filtered through a screen. You remember that your body was made to move, not just to endure deadlines.

Music follows next, a soundtrack to your temporary escape. It fills the gaps between thoughts and cleans the dust that routine leaves behind. A song can rebuild your pulse, remind you who you were before the noise of the week took over. Sometimes you don’t even sing — you just listen, and that’s enough.

Cleaning your house becomes a ritual, not a chore. You pick things up and, in the process, pick yourself up too. The air feels lighter once order returns, and your mind mirrors it. Books and coffee are not luxuries, they are fuel — the quiet kind that steadies your inner dialogue and brings you back home.

The afternoon drifts slowly. You watch a match, not because you care who wins, but because it reminds you that passion exists somewhere. Maybe you play a few games, laugh at yourself for missing easy goals, and realize how healing it is to enjoy things that ask for nothing in return. You’re not chasing productivity — you’re chasing presence.

Then comes the heart of it. You meet the girl, the one who makes time slow down. You don’t try to impress, you just exist beside her, and that’s where meaning hides. Make her love isn’t about conquest; it’s about connection — raw, imperfect, human. You share a meal, a movie, a silence. The kind that says everything.

As the night falls, you write. Maybe a page, maybe ten lines. It doesn’t matter. You write because reflection is the last act of a good day. You record proof that life can be calm, full, and still belong to you. Tomorrow you’ll return to the rush, but tonight — you rest knowing you’ve lived with intention.



 O cómo es que el tiempo no alcanza cuando tienes ganas de escribir y trabajas diario.

Pensé que la vida adulta sería distinta, pero, siendo honestos, todos lo pensamos en algún momento. Al final, se trata de un ir y venir de egos, estrés y pagos, en el orden que se te ocurra. Venir aquí a tirar letras es, en gran medida, una forma anárquica de contemplar la existencia, incluso cuando estoy atorado entre la cotidianidad, las aflicciones y los dolores. Pero quién soy yo para aniquilar estas ganas de hacer lo que mi alma anhela.

He cambiado la bebida del diario en el café de la esquina. El anciano desagradable sigue asistiendo, y el exempleado con actitud de dueño también suele estar por aquí. Invirtieron el acomodo de las mesas, así que ahora me siento afuera, en otro rincón, bajo la misma lógica: producir versos para liberar la cabeza de pensamientos invasivos. Si puedo continuar con lo que hago aquí, puedo sacar adelante mis novelas, relatos e historias.

Sobre el nuevo sitio, no es un fastidio, aunque esté en la pasadera. Ponerme los audífonos e ignorar el entorno es un arte que ya domino. Cambié el chocolate de las tardes —esa pésima idea para “sacarle la vuelta a la cafeína”— por un té de menta: sin azúcar, sin leche, sin nada. Solo el calor sencillo que acompaña la garganta en días frescos. Y cuando regrese el calor, ya lo pensé, puedo pedir la misma bebida en frío.

Mi proceso creativo es sencillo: encontrar un lugar donde me sienta cómodo para tirar frases en la computadora. He modificado la interfaz de “Pages” para eliminar distractores de la pantalla. Pongo los audífonos con Radiohead de fondo, la bebida a un lado y la mirada fija en el procesador de texto. No hay ciencia en esto. Es pura talacha.

A veces me encandilan los vehículos al estacionarse, o pasa gente que llama la atención —mujeres muy atractivas, sobre todo—, pero en general logro desconectarme y enfocar la vista en lo que está frente a mí.

No siempre escribo con una idea clara o un tema premeditado. Si hay fluidez o carencia de ella, depende del momento. Conforme avanzo en las líneas, van llegando las ideas, los giros, el sentido de lo que quiero decir.

No soy más que un fanático de la escritura que aprende cada día. He adoptado ciertas reglas: evitar los adverbios de modo, no repetir palabras sin motivo, y cuidar el ritmo como quien afina una guitarra vieja. Antes me exigía escribir mil palabras por sesión, pero terminé sintiendo que me obligaba a llenar el silencio. Hoy, con quinientas, me basta. Y si no llego, tampoco pasa nada.

Al final, venir aquí a colocar versos o leer novelas es un acto de resistencia. Una pequeña revolución intelectual que ocurre en mi cabeza para no ser conquistado por la superficialidad de la rutina ni por las emociones efímeras que las pantallas insisten en venderme.



 No busco demostrar nada. Solo quiero volver a sentir que tengo el control de mi vida, sin depender del desplazamiento infinito en una pantalla.

No es por ego, ni por aparentar disciplina. Es una necesidad real: la de recuperar mis propios tiempos y no permitir que mis momentos de ocio dependan del scrolling o del swiping.

Ha sido un reto complicado, lo reconozco. Las Redes están diseñadas para mantenernos enganchados, y como experimento comprobé que puedo pasar ahí horas sin hacer otra cosa. En retrospectiva, eso me resulta abrumador.

No quiero satanizar los servicios ni a la gente detrás de ellos. Al final, son herramientas de mercadeo donde se intercambia atención por productos. Sin embargo, algo dentro de mí insiste en que debo consumirlas menos y dedicarme más a lo que sucede en tiempo real, justo frente a mis ojos.

Últimamente he sentido un cansancio constante. Por más que lo intento, no logro dormir más de seis horas. No me quejo: con seis horas mi cuerpo funciona bien, pero me gustaría conducirlo hacia un estado de mayor calma, donde la mente esté más atenta a lo que me rodea.

Por eso quiero priorizar mis descansos con actividades más análogas y dejar —con límites claros— las digitales. Me encanta leer, escribir, escuchar música, caminar, salir a comer, conocer lugares. En eso enfocaré los días de descanso que queden para mí, reservando las pantallas para lo laboral o lo productivo.

Si lo pienso, venir a escribir aquí, jugar videojuegos o ir al cine han sido mis escapes habituales. Pero esa dinámica debe cambiar. Quiero encontrar alternativas que no dependan de un dispositivo, dejar que la atención vuelva a ser mía y no de una pantalla.

Quizás lo que busco no es desconectarme del todo, sino volver a conectar con lo que no necesita batería: un libro, una caminata, una conversación, el simple acto de observar cómo cae la tarde.



 Hoy desperté más temprano de lo que hubiera querido, a las cinco. Lo primero que hice fue ponerme a transferir, realizar pagos, declaraciones de impuestos, repartir el dinero. La vida adulta es así: esperar a que nos caiga un poco de dinero para abonarle a los costos de vivir, entre salud, servicios y responsabilidades.

Pero no vine a hablar de eso en particular. Ha sido una semana tranquila en el trabajo; a pesar de estar on call, no hemos tenido muchos incidentes que revisar ni llamadas interminables que atender. Todo ha sido más del lado del monitoreo.

No sé si ya lo había mencionado, pero el proyecto en el que estoy no va más. Decidieron cortarlo de tajo. En algún punto me sentí responsable, como si alguna culpa fuera mía en esta movida comercial de negocios. Obviamente, nada más alejado de la realidad. Mis tareas no son tan cruciales dentro de la jerarquía del servicio, y la decisión viene como consecuencia de cambios en la estructura corporativa de la compañía.

Eso sí, nos advirtieron que no todos nos veremos afectados, aunque ya ha habido despidos. Según mi jefe local, recortaron accesos a quinientos empleados. Si no logran acomodarlos en otros proyectos o cuentas, tendrán que ser dados de baja. Por eso él hace todo lo posible por saltar del barco antes de que se hunda. No lo juzgo; yo, por mi parte, prefiero no preocuparme más de lo necesario.

Me gusta mi trabajo. No me pagan mal, y la ubicación de la empresa en relación con mi casa es espléndida. En general, hay muchos beneficios que me hicieron preferirla en comparación con mejores ofertas económicas. Es cierto, no gano tanto como podría en otros lugares, pero a cambio vivo a dos calles de distancia, los espacios son cómodos y las prestaciones te hacen sentir tranquilo.

Si mañana despierto y me dicen: “Ya no tienes trabajo”, sería un golpe duro a mi realidad. Pero uno que ya he vivido antes, y en condiciones mucho peores, con jefes muertos de hambre de empresas patito que se disfrazan de empresarios por debajo de la ley. Aquí las cosas son distintas, más formales, y eso me da cierta calma antes de cualquier evento tormentoso.

Lo que me encantaría, claro, es que me coloquen pronto en otro proyecto, porque la incertidumbre está ahí. Si no fuera así, no estaría hablando de esto. Por ahora trato de mantenerme dentro de mis cabales y tolerar los últimos días del proyecto con los pies bien puestos en el piso.

Supongo que eso es crecer: hacer lo que toca, incluso cuando el rumbo no está del todo claro. Seguir, con la esperanza de que las cosas se reacomoden, igual que el sueño que siempre regresa, incluso después de una madrugada agitada.