Vamos a empezar con algo simple, una premisa que pueda abrir grietas en nuestra percepción. No se trata de inventar una verdad absoluta, sino de hurgar en lo que tenemos al frente y que casi nunca miramos con detenimiento. Vivimos en un mundo repleto de interacciones, de distracciones, de flashes que simulan importancia. Sin embargo, si rascamos apenas un poco, si quitamos la capa superficial de ese barniz brillante, lo que aparece debajo es vacío, un vacío adornado con decoraciones artificiales que intentan disfrazar la inconformidad. Nos dicen que estamos rodeados de opciones, de oportunidades, de caminos por tomar, y sin embargo, lo que encontramos es una repetición constante de lo mismo.
¿Qué es poesía sino el desgarrar el alma desde una perspectiva distinta cada día? No hablo de la poesía domesticada que se aplaude en redes sociales, cargada de clichés y frases recicladas. Hablo del grito interno que te arranca el pecho cuando sientes que nadie escucha, pero aun así necesitas pronunciarlo. ¿Y qué es arte sino esa capacidad de ver más allá de lo evidente y funcional? El arte, cuando es genuino, te incomoda, te desarma, te pone frente a un espejo que no miente. El arte no debería ser decoración, debería ser confrontación.
Yo estaba sintiéndome mal por nada. Y lo digo así, con crudeza, porque a veces lo que sentimos no tiene raíz real. Esa sensación de pérdida de algo que nunca existió es el peor de los engaños. Creer que se nos arrebató algo que nunca tuvimos es un fracaso inútil, una ilusión del ego que se aferra a construir castillos en el aire. Es una distorsión de la realidad que altera nuestro mundo interno, que nos hace cargar con un dolor que en esencia nunca tuvo sustancia. Y lo peor es que brilla por la ausencia de bondad: una especie de espejismo que nos fastidia con su sinsentido, un dolor inventado que igual nos consume.
Los días van y vienen, y en ese ir y venir uno descubre que no navega al mismo ritmo que los demás. Todos parecen correr hacia algún destino marcado, competir en carreras que no hemos aceptado correr, luchar por trofeos que ni siquiera están vinculados a nuestra experiencia de vida. Y ahí estoy yo, atrapado en ese absurdo, deseando sobresalir en un subconjunto de reglas que no me importan, que no me representan. Es un desastre insatisfactorio, una falacia de pensamiento.
La idealización del otro se ha vuelto el estudio favorito de la modernidad. Queremos lo que todos quieren, perseguimos los mismos prototipos de belleza, las mismas personalidades moldeadas. Hablando de mí, con plena consciencia de que comparto esos patrones comunes: mujeres atractivas, con disciplina, cuerpos casi diseñados, brillo en la mirada, nobleza en el carácter. Lo queremos todos. ¿Lamentablemente? No. Quizá para dicha. Porque del otro lado ellas buscan lo mismo: un hombre que cumpla con los estándares que socialmente ya están establecidos, un checklist preescrito que dicta quién es digno y quién no.
Y entonces, ¿qué ocurre? Llega la frustración. Una frustración absurda, hueca, pero que igual pesa. El querer encajar en ese molde universal es perder lo que te hace único. ¿Cuál es la necesidad de ser como todos? Ninguna. No hay motivación en subirse al tren de la personalidad enlatada, en dejarse arrastrar por el mismo rumbo que lleva a todos al mismo destino. Esa frase tan manoseada de “lo que no te mata te hace más fuerte” a veces es la única cuerda de la que uno se cuelga. Aguantar. Respirar. Recordar que mucho de lo que sentimos son simples químicos en el cuerpo alterando la percepción, jugando a hacernos creer que la vida es más dura de lo que realmente es. Todos están intentando conseguir algo. Todos fallan. Todos se levantan. Y en ese proceso descubrimos que lo único que tenemos que perder es un poco de ego.
Planeo para mi bien. Al menos lo intento. Me alejo de los conceptos preconcebidos de perfección, tropiezo en el camino, me equivoco más veces de las que acierto, pero actúo. Eso ya es ganancia. Sombras se dibujan en el piso de mi vida, historias que terminan de golpe, números y fechas que pasaron desapercibidos porque estaba demasiado ocupado en reconstruirme después de destruirme una y otra vez. Pero dentro de todo eso, he aprendido a amar desde otros lugares: no desde la herida, sino desde la posibilidad. Desde el amor mismo.
Siempre será agradable verte, saber de ti, perderme en tu mirada aunque sea por un instante. Siempre será un lujo escuchar tu voz, compartir un café, reír por un accidente insignificante que termina siendo inolvidable. Esa magia momentánea de lo cotidiano tiene más peso que cualquier sueño fabricado. El cine, la comida compartida, los gustos en común, la música que nos relaja, los pequeños logros celebrados mutuamente. Eso es lo que realmente queda.
Mis placeres son simples, pero no significa que mis gustos sean básicos. Son cosas distintas. Me gusta lo común que casi todos persiguen, sí, pero no dependo de ello para sentirme vivo. Si no se da, no me muero. Porque la vida también consiste en ceder, en reintentar, en abrazar el presente más que obsesionarse con el futuro, en aceptar el pasado como maestro en vez de verdugo.
Pero surge una pregunta inevitable: ¿qué pasa cuando las ideas se agotan? ¿Cuando el silencio se vuelve insoportable y no queda nada qué pensar en los últimos minutos del día? Ahí es donde recurro a lo que me sostiene: agradecer. Cada mañana, incluso en los días más pesados, agradezco. Agradezco por existir, por lo que es, por lo que será. A veces la diferencia entre un buen día y un mal día está en esa pequeña dosis de gratitud. Me veo en el espejo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque estoy vivo, porque puedo moverme, porque mis defectos son míos y mis virtudes también. Ese momento íntimo con el espejo no es egolatría, es reconocimiento. Es aceptar con humildad dónde estoy, qué soy, qué persigo, qué amo y qué anhelo.
Salir al mundo no es tarea sencilla. La modernidad está diseñada para destruirte. No hablo de conspiraciones, hablo de realidades: todo está dispuesto para distraerte, para robarte la capacidad crítica. Te ofrecen lo digerido, lo inmediato, lo superficial. Segundos de dopamina a cambio de horas desperdiciadas. Y mientras tanto, dejamos de hacer ejercicio, dejamos de leer, dejamos de aprender, dejamos de vivir. Nos quedamos paralizados ante la pantalla, admirando a la mujer perfecta e imposible, a los millonarios de papel, a los artistas generados por inteligencia artificial, a la gente rota que finge estar en la cúspide de la humanidad. Y glorificamos esa mentira.
Pero ahí está lo verdaderamente peligroso: olvidar que eres más dulce que eso, que lo que realmente amas no está en esas vitrinas digitales. El amor verdadero por ti mismo no tiene que ver con el like, con el trend, con la aprobación ajena. Tiene que ver con estar presente, consciente, despierto. Con sentir tristeza y alegría en su justa medida. Con saborear la belleza de una vida con sentido, cargada de agradecimiento.
Porque al final, lo que nos sostiene no son los destellos de grandeza ni las ilusiones colectivas. Lo que sostiene al alma es lo sencillo, lo verdadero, lo íntimo. Eso que nadie te puede arrebatar porque no depende de la validación externa. Eso, y nada más, es lo que nos mantiene de pie.
Vamos a empezar con algo simple, una premisa que pueda abrir grietas en nuestra percepción. No se trata de inventar una verdad absoluta, sino de hurgar en lo que tenemos al frente y que casi nunca miramos con detenimiento. Vivimos en un mundo repleto de interacciones, de distracciones, de flashes que simulan importancia. Sin embargo, si rascamos apenas un poco, si quitamos la capa superficial de ese barniz brillante, lo que aparece debajo es vacío, un vacío adornado con decoraciones artificiales que intentan disfrazar la inconformidad. Nos dicen que estamos rodeados de opciones, de oportunidades, de caminos por tomar, y sin embargo, lo que encontramos es una repetición constante de lo mismo.
¿Qué es poesía sino el desgarrar el alma desde una perspectiva distinta cada día? No hablo de la poesía domesticada que se aplaude en redes sociales, cargada de clichés y frases recicladas. Hablo del grito interno que te arranca el pecho cuando sientes que nadie escucha, pero aun así necesitas pronunciarlo. ¿Y qué es arte sino esa capacidad de ver más allá de lo evidente y funcional? El arte, cuando es genuino, te incomoda, te desarma, te pone frente a un espejo que no miente. El arte no debería ser decoración, debería ser confrontación.
Yo estaba sintiéndome mal por nada. Y lo digo así, con crudeza, porque a veces lo que sentimos no tiene raíz real. Esa sensación de pérdida de algo que nunca existió es el peor de los engaños. Creer que se nos arrebató algo que nunca tuvimos es un fracaso inútil, una ilusión del ego que se aferra a construir castillos en el aire. Es una distorsión de la realidad que altera nuestro mundo interno, que nos hace cargar con un dolor que en esencia nunca tuvo sustancia. Y lo peor es que brilla por la ausencia de bondad: una especie de espejismo que nos fastidia con su sinsentido, un dolor inventado que igual nos consume.
Los días van y vienen, y en ese ir y venir uno descubre que no navega al mismo ritmo que los demás. Todos parecen correr hacia algún destino marcado, competir en carreras que no hemos aceptado correr, luchar por trofeos que ni siquiera están vinculados a nuestra experiencia de vida. Y ahí estoy yo, atrapado en ese absurdo, deseando sobresalir en un subconjunto de reglas que no me importan, que no me representan. Es un desastre insatisfactorio, una falacia de pensamiento.
La idealización del otro se ha vuelto el estudio favorito de la modernidad. Queremos lo que todos quieren, perseguimos los mismos prototipos de belleza, las mismas personalidades moldeadas. Hablando de mí, con plena consciencia de que comparto esos patrones comunes: mujeres atractivas, con disciplina, cuerpos casi diseñados, brillo en la mirada, nobleza en el carácter. Lo queremos todos. ¿Lamentablemente? No. Quizá para dicha. Porque del otro lado ellas buscan lo mismo: un hombre que cumpla con los estándares que socialmente ya están establecidos, un checklist preescrito que dicta quién es digno y quién no.
Y entonces, ¿qué ocurre? Llega la frustración. Una frustración absurda, hueca, pero que igual pesa. El querer encajar en ese molde universal es perder lo que te hace único. ¿Cuál es la necesidad de ser como todos? Ninguna. No hay motivación en subirse al tren de la personalidad enlatada, en dejarse arrastrar por el mismo rumbo que lleva a todos al mismo destino. Esa frase tan manoseada de “lo que no te mata te hace más fuerte” a veces es la única cuerda de la que uno se cuelga. Aguantar. Respirar. Recordar que mucho de lo que sentimos son simples químicos en el cuerpo alterando la percepción, jugando a hacernos creer que la vida es más dura de lo que realmente es. Todos están intentando conseguir algo. Todos fallan. Todos se levantan. Y en ese proceso descubrimos que lo único que tenemos que perder es un poco de ego.
Planeo para mi bien. Al menos lo intento. Me alejo de los conceptos preconcebidos de perfección, tropiezo en el camino, me equivoco más veces de las que acierto, pero actúo. Eso ya es ganancia. Sombras se dibujan en el piso de mi vida, historias que terminan de golpe, números y fechas que pasaron desapercibidos porque estaba demasiado ocupado en reconstruirme después de destruirme una y otra vez. Pero dentro de todo eso, he aprendido a amar desde otros lugares: no desde la herida, sino desde la posibilidad. Desde el amor mismo.
Siempre será agradable verte, saber de ti, perderme en tu mirada aunque sea por un instante. Siempre será un lujo escuchar tu voz, compartir un café, reír por un accidente insignificante que termina siendo inolvidable. Esa magia momentánea de lo cotidiano tiene más peso que cualquier sueño fabricado. El cine, la comida compartida, los gustos en común, la música que nos relaja, los pequeños logros celebrados mutuamente. Eso es lo que realmente queda.
Mis placeres son simples, pero no significa que mis gustos sean básicos. Son cosas distintas. Me gusta lo común que casi todos persiguen, sí, pero no dependo de ello para sentirme vivo. Si no se da, no me muero. Porque la vida también consiste en ceder, en reintentar, en abrazar el presente más que obsesionarse con el futuro, en aceptar el pasado como maestro en vez de verdugo.
Pero surge una pregunta inevitable: ¿qué pasa cuando las ideas se agotan? ¿Cuando el silencio se vuelve insoportable y no queda nada qué pensar en los últimos minutos del día? Ahí es donde recurro a lo que me sostiene: agradecer. Cada mañana, incluso en los días más pesados, agradezco. Agradezco por existir, por lo que es, por lo que será. A veces la diferencia entre un buen día y un mal día está en esa pequeña dosis de gratitud. Me veo en el espejo y sonrío, no porque todo sea perfecto, sino porque estoy vivo, porque puedo moverme, porque mis defectos son míos y mis virtudes también. Ese momento íntimo con el espejo no es egolatría, es reconocimiento. Es aceptar con humildad dónde estoy, qué soy, qué persigo, qué amo y qué anhelo.
Salir al mundo no es tarea sencilla. La modernidad está diseñada para destruirte. No hablo de conspiraciones, hablo de realidades: todo está dispuesto para distraerte, para robarte la capacidad crítica. Te ofrecen lo digerido, lo inmediato, lo superficial. Segundos de dopamina a cambio de horas desperdiciadas. Y mientras tanto, dejamos de hacer ejercicio, dejamos de leer, dejamos de aprender, dejamos de vivir. Nos quedamos paralizados ante la pantalla, admirando a la mujer perfecta e imposible, a los millonarios de papel, a los artistas generados por inteligencia artificial, a la gente rota que finge estar en la cúspide de la humanidad. Y glorificamos esa mentira.
Pero ahí está lo verdaderamente peligroso: olvidar que eres más dulce que eso, que lo que realmente amas no está en esas vitrinas digitales. El amor verdadero por ti mismo no tiene que ver con el like, con el trend, con la aprobación ajena. Tiene que ver con estar presente, consciente, despierto. Con sentir tristeza y alegría en su justa medida. Con saborear la belleza de una vida con sentido, cargada de agradecimiento.
Porque al final, lo que nos sostiene no son los destellos de grandeza ni las ilusiones colectivas. Lo que sostiene al alma es lo sencillo, lo verdadero, lo íntimo. Eso que nadie te puede arrebatar porque no depende de la validación externa. Eso, y nada más, es lo que nos mantiene de pie.