Un Aguacero

 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí, es impresionante ver edificios por primera vez, adentrarte entre multitudes interminables, caminar por calles inmensas repletas de coches. Pero eso no es verdadera belleza. La belleza se encuentra en donde tú quieras verla: en un amanecer con el cielo despejado, en una tarde lluviosa de lectura en casa, en una montaña verde repleta de vegetación.

Mientras camino por las glorias del asfalto, escucho a la gente susurrante, entre estampidas y horarios rotos, acercándome a algún punto de referencia: una estación del tren, una plaza, un parque al centro de alguna colonia, un restaurante o un monumento histórico. El cielo está cubierto de nubes cargadas de agua. La lluvia se avecina: primero una llovizna, después un aguacero, una verdadera tormenta.

Contemplo el reflejo de mi rostro en los charcos mientras me cubro bajo las marquesinas de los negocios que me lo permiten.

Pienso: A veces necesitas tomar distancia hasta de las personas que más amas para que las heridas cicatricen. Otras, solo el tiempo y el silencio ayudan a entender en qué estuvimos mal y cómo mejorar. No siempre se trata de repartir culpas, sino de abrazar la paz que llega con la calma.

Y así, empapado, llego al establecimiento de siempre. Abro mi computadora y comienzo a escribir lo que sea que salga de mi cabeza, recordando cómo la lluvia me atrapó y, cuando sentí que ya no podía evitarla, abrí las manos para recibir la inspiración del agua recorriéndome por completo.

Entonces comprendí: el alivio no siempre llega desde afuera. A veces hay que buscarlo dentro de uno mismo. La tristeza solo existe si le damos espacio para florecer en el interior. Si la miramos de frente y reconocemos su razón de existir, entendemos que vino a acompañarnos un tiempo, y que también es bienvenida.

Así permitimos que las lágrimas broten y limpien el alma, liberándonos de las pretensiones de un presente imposible, de un pasado lleno de errores. Aceptamos nuestra humildad, nuestra humanidad.

Porque al final, la perfección es un estatuto utópico en un mar de mentiras.



 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí, es impresionante ver edificios por primera vez, adentrarte entre multitudes interminables, caminar por calles inmensas repletas de coches. Pero eso no es verdadera belleza. La belleza se encuentra en donde tú quieras verla: en un amanecer con el cielo despejado, en una tarde lluviosa de lectura en casa, en una montaña verde repleta de vegetación.

Mientras camino por las glorias del asfalto, escucho a la gente susurrante, entre estampidas y horarios rotos, acercándome a algún punto de referencia: una estación del tren, una plaza, un parque al centro de alguna colonia, un restaurante o un monumento histórico. El cielo está cubierto de nubes cargadas de agua. La lluvia se avecina: primero una llovizna, después un aguacero, una verdadera tormenta.

Contemplo el reflejo de mi rostro en los charcos mientras me cubro bajo las marquesinas de los negocios que me lo permiten.

Pienso: A veces necesitas tomar distancia hasta de las personas que más amas para que las heridas cicatricen. Otras, solo el tiempo y el silencio ayudan a entender en qué estuvimos mal y cómo mejorar. No siempre se trata de repartir culpas, sino de abrazar la paz que llega con la calma.

Y así, empapado, llego al establecimiento de siempre. Abro mi computadora y comienzo a escribir lo que sea que salga de mi cabeza, recordando cómo la lluvia me atrapó y, cuando sentí que ya no podía evitarla, abrí las manos para recibir la inspiración del agua recorriéndome por completo.

Entonces comprendí: el alivio no siempre llega desde afuera. A veces hay que buscarlo dentro de uno mismo. La tristeza solo existe si le damos espacio para florecer en el interior. Si la miramos de frente y reconocemos su razón de existir, entendemos que vino a acompañarnos un tiempo, y que también es bienvenida.

Así permitimos que las lágrimas broten y limpien el alma, liberándonos de las pretensiones de un presente imposible, de un pasado lleno de errores. Aceptamos nuestra humildad, nuestra humanidad.

Porque al final, la perfección es un estatuto utópico en un mar de mentiras.



Seguir Leyendo

 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunque a veces no lo parezca, donde la humedad y el calor no me agobian, donde si soy responsable, duermo bien.

Ha sido un fin de semana gratificante, estoy contendo de haberlo pasado con mis papás. Que se juntara la familia a celebrarlos es muy bonito, ver caras conocidas desde tíos hasta primos y sobrinos. Es una familia bastante numerosa, la mía. El sábado, para lo de mi mamá, había más de cincuenta personas ahí, o más de sesenta, creo. Mientras que toda la familia del lado paterno cabía en una sola mesa, la del lado de mi madre, llenó varios tablones.

Me agrada que sean muy unidos, y que aunque se enojen y se digan sus verdades de vez en cuando, aunque a veces hagan berrinches, terminen siempre juntos. Eso es admirable, que después de tantos años, ahí sigan. Me pregunto cómo será cuando mi abuelita pase a mejor vida (Dios no lo quiera, pero es el proceso natural de la existencia), espero sigan igual de unidos.

Mi papá estaba muy contento de haberle llevado mariachi a mi madre, ella cocinó una birria muy deliciosa, y para el día siguiente (o sea ayer, mi tía hizo pozole). Me alegra un montón ver a mi mamá así de feliz. Porque además se juntaron sus excompañeras de secundaria con ella, en la fiesta. Lo cual lo hizo más memorable para ella; creo que nunca le había pasado algo similar.

Y el miércoles, según me contó, sigue el otro festejo, se irán a comer juntas y le van a regalar su pastel. Siento mucho estar escribiendo algo muy "rosa" hoy, muy fuera de lo que comúmente escribo, pero mientras me llevaban a la Central hoy, los escuché decirme lo mucho que me quieren, lo orgullosos que se sienten de mí; eso es muy hermoso. Me llena de ánimos para continuar.

Que sea un hombre consciente de lo feo del entorno, no me hace incapaz de amar o de sentir empatía por las personas que me demuestran su afecto. Muy por el contrario, eso tiene mayor peso, porque sobre mis hombros hay una responsabilidad invisible que me hace consciente de que no quiero nunca quedarles mal y esforzarme por hacerlo cada día.

A veces pienso que crecer no consiste en volverse más fuerte, sino en aprender a valorar los gestos pequeños: la comida compartida, las risas al recordar anécdotas, los silencios cómodos que sólo se tienen con quienes te han visto nacer. Uno se pasa la vida buscando motivos para sentirse en casa, y al final descubre que el verdadero refugio está en esas voces que te esperan, que te reconocen, que te siguen queriendo incluso cuando el mundo allá afuera cambia.



Muy Unidos

Por
 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunq...

 En el aburrido mundo de una ciudad pequeña, que tal es como un pueblito solamente, arrinconados entre sillas del café del lugar, hay varias personas tragando, escuchando música, escribiendo como obsesos en sus computadoras, platicando entre ellos, simplemente existiendo.

Levantarse por un café o no hacerlo, es cosa de pensar a veces; por ejemplo, a mí personalmente no es algo que me haga falta, la cafeína, es solamente una excusa para salir un rato a la calle a un entorno social, aunque me enclaustre con mis propios pensamientos mientras me clavo en las letras, ya sea escribiendo en el procesador de textos o leyendo algún libro que tenga a la mano. La vida es un verdadero fastidio, pero hay que hacerla suceder, y ni hablar.

Me gusta creer que soy alguien más, alguien que se oculta y desaparece entre los ríos de gente que vive al día; porque de alguna forma, también lo hago. Soy parte de una mancha urbana inmensa, sin forma, ni razón de ser, que existe para nutrir un monstruo insaciable que nos gobierna a todos.

El absurdismo es la monea de cambio en la actualidad, mientras más tonto e insignificante parezca algo, más fácil nos terminamos asociando con eso; llámese música, arte, personalidades... Cualquier cosa o persona que exalte la banalidad de la vida, termina cayendo en un pedestal incomprensible de halagos y reflectores, que terminan por capitalizar más nuestra incapacidad cognitiva limitada como sociedad.

El mundo es de los que se avientan a por todo, sin importar a quién pisoteen, a quien aplasten, a quien humillen. Y de ese mundo me cuesta mucho trabajo ser parte. Porque es un mundo en el que la empatía o el mutuo afecto no tienen cabida, está respaldado por la mentira, convertido en múltiples ciencias, culturas, disciplinas y economías. Segmentado y asociado por el solo hecho de "existir", aunque sea en la supuesta psique colectiva.

A veces imagino que nada de esto es real, que las personas son proyecciones de un pensamiento cansado que ya no distingue entre vigilia y desinterés. Caminamos todos sobre una cuerda floja tendida entre el tedio y el deseo de trascender, fingiendo que sabemos a dónde vamos. Nos repetimos que la vida tiene sentido mientras le damos forma a la misma confusión que nos anula, esperando que el ruido de fondo nos distraiga de lo que somos: animales con conciencia de su desgaste.

Y pese a todo, sigo escribiendo. No porque crea que las palabras cambien algo, sino porque necesito al menos un sitio donde mi mente no se sienta propiedad del sistema. En cada frase intento rescatarme del letargo, aunque sepa que nada se salva del polvo ni del tiempo. Escribir, después de todo, es el único acto de rebeldía que me queda: una manera torpe pero honesta de decirle al mundo que sigo aquí, resistiendo en silencio.



 No dejo de recordarme la frase que estaba hace algunos días, amartillando mi cabeza como si el futuro de mi existencia dependiera de eso: "Dios, si me ibas a dar estos gustos, también me hubieras dado recursos infinitos para mantenerlos; no que así, quedo como un tarado solamente."

Y es que a dondequiera que volteo, me sobresatura el entorno; la gente, cada cual de apariencia mejor al anterior, y yo aquí, estancándome en la porquería de la incertidumbre, en no saber qué es lo que sucede conmigo, con dolores de cabeza y estómago casi diario, siendo ignorado hasta el aburrimiento, sin destacar, ni sobresalir, existiendo por mera inercia del tiempo y espacio.

Pero por qué parece que no existo siquiera, antes me regodeaba de ser un ente gris, en sentido de que preferiré siempre ser ignorado que tener los reflectores encima; pero cuando uno es ignorado de tal manera, se percibe como un vuelco hacia la inexistencia misma, donde la presión social (inexistente) a modo de resolución —por la necesidad de pertenecer— termina empujándonos hacia la nada, hacia el horror del vacío.

Hoy me regresé del trabajo, no me estaba sintiendo del todo bien; mi cabeza atraviesa un montón de emociones en este momento, y la verdad me sentía con sueño, sin energía, con dolor en los huesos... Llegué a la casa, me dormí un poquito y al despertas me tomé un Paracetamol, espabilé y me salí al café un rato. En la fila, Ana, y yo ni en cuenta. Estuve a nada de babear. No por nada es un personaje llamativo de lo que estoy escribiendo.

Por cierto, creo que ya no continuaré escribiendo mi Novela aquí, lo dejaré para actividad en casa. Porque al final, se percibe una clase de confort distinto en este lugar, no como se sentía antes; sobretodo porque hay demasiados elementos distractores. Solo se puede aprovechar cuando está más solitario.

Hay un viejo asqueroso que seguido viene aquí. Es como poner un florero con plantas podridas en el lugar. Me incomoda, es muy raro, me da la impresión de que trabaja para el gobierno y no tienen nada qué hacer. Le quita la tranquilidad al café. Porque es incómodo hasta de ver. Tiene un aspecto desagradable, mugroso, hediondo. Ya sé, ya sé, no debería estar escribiendo acá, pero es la verdad, esa impresión da. Es ruidoso, pretencioso (por eso creo que pertenece al gobierno), bobo y tiene un aspecto que le queda a la descripción que acabo de dar. Deberá de tener unos setenta años, con la barba horrible, larguísima y cana (unos 30 cm).

En fin, no debería de clavarme con ese tema, el asunto es que me incomoda su presencia, en general. Ya me voy a calmar, dejaré de escribir al respecto por ahora, y trataré de evitar a esa persona incómoda, o cualquier otra persona que me incomode. Al final ahí radica la adaptabilidad, en que no te importe lo que te rodea, que puedas seguir con lo tuyo sin inmutarte.



 Mientras caminaba hacia la casa anoche, revisando mi "fin de semana" me daba cuenta de que hay demasiadas cosas que puedo automatizar en mi diario vivir, y sigo, por alguna razón dependiendo de mi memoria, de mi contexto, de mis habilidades para tomar decisiones.

Entre lo que analizaba, resulta apremiante y al mismo tiempo insultante no saber hacia dónde voy, o hacia dónde se mueve lo que me rodea; el entorno siendo fruto de microdecisiones que incluyen más que simples patrones. Y yo, desconectado, de alguna forma pensando solo en lo vacío que a veces me siento, lo "sin chiste" que puede verse la existencia, y sin embargo, experimentando una inminente necesidad de pertenecer, por el amor a lo que me rodea, aunque sea casi insignificante, para mí tiene todo el sentido del mundo.

Los órganos internos necesitan atención, es crucial ejercitarse, eso lo comprendo. También lo intangible necesita ser bien tratado, he estado pasando por semanas muy complicadas, en las que mis pensamientos se contradicen más seguido de lo que deberían, en las que la duda me invade, en las que mis propósitos descansan en opiniones ajenas cuando no deberían. Mi intención final es alejarme tanto cuanto pueda del ego y aprender a disfrutar lo que sea que me toque, pero no es sencillo; menos en un mundo repleto de superficialidad donde cada cual quiere ser el protagonista de una historia épica. Yo solo quiero vivir.

Pero cuál es el mérito de creer en uno mismo cuando el cuerpo se siente cansado de intentarlo; y la mente se obsesiona con boicotearnos. La energía no va más, ni las ganas, ni el ímpetu, ni las corazonadas; se vive bajo demanda, como las series de Netflix, por temporadas y episodios, quedando a expensas de lo que la audiencia decida para nosotros. Dependemos de rating para destacar, y si somos ignorados, terminamos cancelados, sin hacer ruido alguno.

Ser cancelado a penas en el primer intento podría sentirse como un drama, cuando no lo es, es una sátira. Enfrentas tus monstruos cada día y para colmo de males tienes que contenerlos y someterlos a la voluntad de multitudes, para que no destruyan una imagen, una opinión que no te importa, de gente que de verdad no te trasciende. Por dentro esas luchas constantes, esos conflictos, terminan mermándote, volviéndote un guerrero que ve el resto de habilidades, trabajos y hábitos como algo convencional, banal, simple.

Entonces termina repercutiendo en tu propia percepción del ego, si tú mismo estás consciente de tu ínfima significancia, cuánto más debería serlo el exterior. Te concentras tanto en lo valiosísimo que existe dentro de cada alma, que lo que se ve, lo tangible, lo que se agota y extingue, pasa a un segundo plano, al plano de la podredumbre, del desperdicio y la fatuidad. Todo se vuelve tonto, absurdo, rebuscado, repetitivo, descartable.

Quizá ahí radique la verdadera tarea: no en conquistar la atención ni en domesticar las dudas, sino en aprender a sostenerse en medio del vértigo, en reconocer que incluso la mínima chispa de autenticidad vale más que cualquier escenario prefabricado. Tal vez mi lucha no sea contra el mundo, ni su superficialidad, sino contra la tentación de rendirme a su molde. Y en ese instante, mientras me miro desde fuera, decido seguir respirando con calma, caminar sin aplausos, cuidar lo invisible y avanzar —aunque nadie lo note— hacia un lugar donde la vida deje de ser temporada y empiece a sentirse eterna.



 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla perdida. Una noche de insomnio —ya sea por el calor pegajoso, la incomodidad de una cama que no acoge o una comida que no nutre— se convierte en mi peor enemigo al amanecer. Me despierto de malas, irritado, con la mente nublada. Las ideas que ayer fluían con claridad ahora son un eco lejano, y el código que debería escribir se queda atrapado en un limbo de fastidio. Ni el café ni la fuerza de voluntad logran rescatarme.

Pero anoche… anoche fue diferente. Dormí como si el universo me hubiera dado un abrazo. El aire acondicionado en modo "dry" creó un oasis fresco, y el cansancio acumulado de días frenéticos me envolvió como una manta suave. Caí rendido, no como un bebé —porque, seamos honestos, los bebés apenas duermen—, sino como alguien que, por una noche, encontró la paz absoluta. Y hoy, esa energía me hace sentir imbatible, como si pudiera partir el mundo en dos con una sola mano.

Entonces, ¿qué me roba esa chispa? Mil cosas. El insomnio, la comida chatarra, un dolor que se cuela en el cuerpo, la sombra de la edad que me susurra que ya no soy el de antes. Y, por encima de todo, la gente. Sí, la gente, con su ruido, sus demandas, sus pequeñas guerras, me despoja de la calma más rápido que cualquier otra cosa.

Hoy, sin embargo, me siento raro. No mal, sino extrañamente poderoso. Dos días comiendo bien, una noche de sueño profundo, y de pronto tengo la fuerza de un titán. Es increíble cómo una sola noche reparadora puede transformar el mundo en un lienzo lleno de posibilidades. A veces, juro que el universo conspira para contenerme, como si temiera lo que podría lograr si estuviera al cien. Porque cuando nada me duele, cuando nada me falta, el mundo no es más que un patio de juegos.

Pero no siempre es así. Hay días en los que la idea de que todo esto es temporal me golpea con fuerza. Cuando estoy en el fondo, cuando el cansancio o el malestar me ganan, no hay siesta, ni cama, ni respiración profunda que me salve. Es una tristeza densa, un vacío que parece burlarse de mí, como si el absurdo de la existencia se riera en mi cara. Hablar con los que amo, trabajar hasta agotarme, escribir planes y sueños… nada funciona. Todo se siente como remar contra la corriente.

Por eso estoy aquí, dejando caer estas palabras antes de seguir adelante. También quería confesar algo: no estoy conforme con mi novela. Esos casi dos capítulos que llevaba escritos no me convencían, así que los borré. Todos. Volver a empezar duele, pero también libera. No sé si rescataré las ideas que me gustaban o si las dejaré ir para siempre. Lo que sí sé es que recordé a esos autores que decían que, si no estás convencido, tienes que tener el valor de tirar todo y arrancar de nuevo.

Es una medida extrema, lo sé. Pero la vida es así, una paradoja constante. A veces hay que retroceder, una, dos, mil veces, hasta dar con el camino correcto. No hay un punto perfecto, eso es verdad, pero cuando el avance ha sido un desastre o cuando el tesoro al final del arcoíris brilla lo suficiente, el esfuerzo de empezar de cero vale cada gota de sudor. Y hoy, con esta energía renovada, siento que puedo escribir, crear, conquistar. Que el mundo se prepare, porque voy por todo.



Entre Semana

Por
 Hay días en los que el mundo parece conspirar para apagarme. Entre semana, cuando la motivación se esfuma, todo se siente como una batalla ...

La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al café, encandilándome hasta irritarme los ojos. Incluso ahora, mientras escribo, siento ese ardor, un eco de la luz que no me deja en paz.

La música, a veces, inspira; otras, solo te envuelve en un microcosmos donde las palabras fluyen sin rumbo fijo. Tecleo en un procesador de textos, desparramando ideas que quizá nunca vean la luz en mi blog. Pero no importa. Nada en el mundo importa. Lo único real es la sensación de poder, la chispa de sentirte único mientras tus dedos danzan obsesionados sobre las teclas, creando frases que tal vez nadie lea. Y qué.

Me imagino en medio de la noche, en un lugar sin nombre, sin la carga de un despertador que me arrastre a una rutina que detesto. Abrazando el abismo de la soledad, escribiría sobre la belleza de la oscuridad, sin temor a ser juzgado. Escribir, generar, construir una vida plena, explotar de satisfacción cada día, hasta el final de mis días. Pero escribir es como componer: un caos de ideas que cruzan tu mente, imágenes que intentas atrapar mientras tecleas, una revolución literaria, matemática y visceral. Hay complejos, destrezas, fraudes, mentiras, y cientos de momentos triviales que buscan romperte, obligándote a repetírtelo cada día: Nada me puede quebrar.

Sin embargo, el vacío acecha. Puedes tenerlo todo —dinero, salud, amor, logros— y aun así sentir un hueco en el pecho, un murmullo de incompetencia, abandono, una personalidad apagada. Lo que realmente anhelas es a alguien que camine contigo en tus locuras, que te sostenga cuando el mundo se desmorona, que te mire con admiración y te trate con respeto. Alguien que se entregue como tú lo harías. Pero cuando no encuentras a esa persona, la ausencia se convierte en un caño de podredumbre, un peso que solo las palabras pueden aliviar antes de que estalles.

Los días de rutina son un ciclo cruel: despiertas con la chispa de mejorar, avanzas motivado, pero a mitad del camino el vacío te atrapa. Te cierras al cambio, dejas que algo externo te drene, te tambaleas, te hundes en el drama, te reconcilias contigo mismo, reniegas del hastío, y abrazas cualquier chispa que te dé fuerzas. Al final, te rindes a contemplar la tristeza con la que el tiempo avanza, como un reloj que nunca se detiene.

A veces, el deseo estalla con una furia casi psicótica. Lo quieres todo, sabes que puedes con todo, porque lo has hecho antes. Tus límites están lejos, y lo que te propones parece pequeño en comparación. Pero entonces, tras un bajón emocional, ¿por qué la autodestrucción parece la única salida? No lo sé. Vengo a este café, a estas líneas, para que las frases que me persiguen a las cuatro de la mañana se desvanezcan. Si no las escribo, se quedan, susurrando, culpando al café, al azúcar, a la fatiga, a la obesidad, al desprecio de quienes me atraen, al fuego que arde en mi pecho.

Hoy, el humo de un desconocido me asfixia. Un tipo en el café saca humo como locomotora, contaminando el aire, robándome la paz. Me metí por un pan, buscando refugio adentro, porque no soporto el olor. El aroma es importante para mí; si huelo mal, si algo apesta a mi alrededor, mi calma se desvanece. La paz, para alguien como yo, que libra batallas internas cada día, es lo único que mantiene a flote la existencia. I'm just a man, not a hero... As the song says.

Escribo para vaciar la mierda que me corroe, para calmar el ardor de los faros y el fastidio del humo. La música sigue sonando, un latido que me guía. Y mientras mis dedos sigan danzando sobre las teclas, el vacío no tendrá la última palabra. Mis letras, aunque nadie las lea, serán mi eco, mi resistencia, mi paz.



Rutina Cruel

Por
La música retumba en mis oídos, un refugio contra el mundo. Observo la pared, huyendo de los faros de los coches que se estacionan frente al...