Day Off Mantra

 Day Off Mantra: Go for a walk. Listen to music. Clean your house. Read a book. Get a coffee. Watch a match. Play some games. Have a nice lunch. Embrace yourself. Meet the girl. Make her love. Enjoy a movie. Couple dinner. Rest your day. Write a few pages.

There are days when you simply need to stop pretending you’re made of steel. You walk outside, stretch your back, and breathe as if the world isn’t chasing you. The sun feels different when it’s not filtered through a screen. You remember that your body was made to move, not just to endure deadlines.

Music follows next, a soundtrack to your temporary escape. It fills the gaps between thoughts and cleans the dust that routine leaves behind. A song can rebuild your pulse, remind you who you were before the noise of the week took over. Sometimes you don’t even sing — you just listen, and that’s enough.

Cleaning your house becomes a ritual, not a chore. You pick things up and, in the process, pick yourself up too. The air feels lighter once order returns, and your mind mirrors it. Books and coffee are not luxuries, they are fuel — the quiet kind that steadies your inner dialogue and brings you back home.

The afternoon drifts slowly. You watch a match, not because you care who wins, but because it reminds you that passion exists somewhere. Maybe you play a few games, laugh at yourself for missing easy goals, and realize how healing it is to enjoy things that ask for nothing in return. You’re not chasing productivity — you’re chasing presence.

Then comes the heart of it. You meet the girl, the one who makes time slow down. You don’t try to impress, you just exist beside her, and that’s where meaning hides. Make her love isn’t about conquest; it’s about connection — raw, imperfect, human. You share a meal, a movie, a silence. The kind that says everything.

As the night falls, you write. Maybe a page, maybe ten lines. It doesn’t matter. You write because reflection is the last act of a good day. You record proof that life can be calm, full, and still belong to you. Tomorrow you’ll return to the rush, but tonight — you rest knowing you’ve lived with intention.



 Day Off Mantra: Go for a walk. Listen to music. Clean your house. Read a book. Get a coffee. Watch a match. Play some games. Have a nice lunch. Embrace yourself. Meet the girl. Make her love. Enjoy a movie. Couple dinner. Rest your day. Write a few pages.

There are days when you simply need to stop pretending you’re made of steel. You walk outside, stretch your back, and breathe as if the world isn’t chasing you. The sun feels different when it’s not filtered through a screen. You remember that your body was made to move, not just to endure deadlines.

Music follows next, a soundtrack to your temporary escape. It fills the gaps between thoughts and cleans the dust that routine leaves behind. A song can rebuild your pulse, remind you who you were before the noise of the week took over. Sometimes you don’t even sing — you just listen, and that’s enough.

Cleaning your house becomes a ritual, not a chore. You pick things up and, in the process, pick yourself up too. The air feels lighter once order returns, and your mind mirrors it. Books and coffee are not luxuries, they are fuel — the quiet kind that steadies your inner dialogue and brings you back home.

The afternoon drifts slowly. You watch a match, not because you care who wins, but because it reminds you that passion exists somewhere. Maybe you play a few games, laugh at yourself for missing easy goals, and realize how healing it is to enjoy things that ask for nothing in return. You’re not chasing productivity — you’re chasing presence.

Then comes the heart of it. You meet the girl, the one who makes time slow down. You don’t try to impress, you just exist beside her, and that’s where meaning hides. Make her love isn’t about conquest; it’s about connection — raw, imperfect, human. You share a meal, a movie, a silence. The kind that says everything.

As the night falls, you write. Maybe a page, maybe ten lines. It doesn’t matter. You write because reflection is the last act of a good day. You record proof that life can be calm, full, and still belong to you. Tomorrow you’ll return to the rush, but tonight — you rest knowing you’ve lived with intention.



Seguir Leyendo

 O cómo es que el tiempo no alcanza cuando tienes ganas de escribir y trabajas diario.

Pensé que la vida adulta sería distinta, pero, siendo honestos, todos lo pensamos en algún momento. Al final, se trata de un ir y venir de egos, estrés y pagos, en el orden que se te ocurra. Venir aquí a tirar letras es, en gran medida, una forma anárquica de contemplar la existencia, incluso cuando estoy atorado entre la cotidianidad, las aflicciones y los dolores. Pero quién soy yo para aniquilar estas ganas de hacer lo que mi alma anhela.

He cambiado la bebida del diario en el café de la esquina. El anciano desagradable sigue asistiendo, y el exempleado con actitud de dueño también suele estar por aquí. Invirtieron el acomodo de las mesas, así que ahora me siento afuera, en otro rincón, bajo la misma lógica: producir versos para liberar la cabeza de pensamientos invasivos. Si puedo continuar con lo que hago aquí, puedo sacar adelante mis novelas, relatos e historias.

Sobre el nuevo sitio, no es un fastidio, aunque esté en la pasadera. Ponerme los audífonos e ignorar el entorno es un arte que ya domino. Cambié el chocolate de las tardes —esa pésima idea para “sacarle la vuelta a la cafeína”— por un té de menta: sin azúcar, sin leche, sin nada. Solo el calor sencillo que acompaña la garganta en días frescos. Y cuando regrese el calor, ya lo pensé, puedo pedir la misma bebida en frío.

Mi proceso creativo es sencillo: encontrar un lugar donde me sienta cómodo para tirar frases en la computadora. He modificado la interfaz de “Pages” para eliminar distractores de la pantalla. Pongo los audífonos con Radiohead de fondo, la bebida a un lado y la mirada fija en el procesador de texto. No hay ciencia en esto. Es pura talacha.

A veces me encandilan los vehículos al estacionarse, o pasa gente que llama la atención —mujeres muy atractivas, sobre todo—, pero en general logro desconectarme y enfocar la vista en lo que está frente a mí.

No siempre escribo con una idea clara o un tema premeditado. Si hay fluidez o carencia de ella, depende del momento. Conforme avanzo en las líneas, van llegando las ideas, los giros, el sentido de lo que quiero decir.

No soy más que un fanático de la escritura que aprende cada día. He adoptado ciertas reglas: evitar los adverbios de modo, no repetir palabras sin motivo, y cuidar el ritmo como quien afina una guitarra vieja. Antes me exigía escribir mil palabras por sesión, pero terminé sintiendo que me obligaba a llenar el silencio. Hoy, con quinientas, me basta. Y si no llego, tampoco pasa nada.

Al final, venir aquí a colocar versos o leer novelas es un acto de resistencia. Una pequeña revolución intelectual que ocurre en mi cabeza para no ser conquistado por la superficialidad de la rutina ni por las emociones efímeras que las pantallas insisten en venderme.



 No busco demostrar nada. Solo quiero volver a sentir que tengo el control de mi vida, sin depender del desplazamiento infinito en una pantalla.

No es por ego, ni por aparentar disciplina. Es una necesidad real: la de recuperar mis propios tiempos y no permitir que mis momentos de ocio dependan del scrolling o del swiping.

Ha sido un reto complicado, lo reconozco. Las Redes están diseñadas para mantenernos enganchados, y como experimento comprobé que puedo pasar ahí horas sin hacer otra cosa. En retrospectiva, eso me resulta abrumador.

No quiero satanizar los servicios ni a la gente detrás de ellos. Al final, son herramientas de mercadeo donde se intercambia atención por productos. Sin embargo, algo dentro de mí insiste en que debo consumirlas menos y dedicarme más a lo que sucede en tiempo real, justo frente a mis ojos.

Últimamente he sentido un cansancio constante. Por más que lo intento, no logro dormir más de seis horas. No me quejo: con seis horas mi cuerpo funciona bien, pero me gustaría conducirlo hacia un estado de mayor calma, donde la mente esté más atenta a lo que me rodea.

Por eso quiero priorizar mis descansos con actividades más análogas y dejar —con límites claros— las digitales. Me encanta leer, escribir, escuchar música, caminar, salir a comer, conocer lugares. En eso enfocaré los días de descanso que queden para mí, reservando las pantallas para lo laboral o lo productivo.

Si lo pienso, venir a escribir aquí, jugar videojuegos o ir al cine han sido mis escapes habituales. Pero esa dinámica debe cambiar. Quiero encontrar alternativas que no dependan de un dispositivo, dejar que la atención vuelva a ser mía y no de una pantalla.

Quizás lo que busco no es desconectarme del todo, sino volver a conectar con lo que no necesita batería: un libro, una caminata, una conversación, el simple acto de observar cómo cae la tarde.



 Hoy desperté más temprano de lo que hubiera querido, a las cinco. Lo primero que hice fue ponerme a transferir, realizar pagos, declaraciones de impuestos, repartir el dinero. La vida adulta es así: esperar a que nos caiga un poco de dinero para abonarle a los costos de vivir, entre salud, servicios y responsabilidades.

Pero no vine a hablar de eso en particular. Ha sido una semana tranquila en el trabajo; a pesar de estar on call, no hemos tenido muchos incidentes que revisar ni llamadas interminables que atender. Todo ha sido más del lado del monitoreo.

No sé si ya lo había mencionado, pero el proyecto en el que estoy no va más. Decidieron cortarlo de tajo. En algún punto me sentí responsable, como si alguna culpa fuera mía en esta movida comercial de negocios. Obviamente, nada más alejado de la realidad. Mis tareas no son tan cruciales dentro de la jerarquía del servicio, y la decisión viene como consecuencia de cambios en la estructura corporativa de la compañía.

Eso sí, nos advirtieron que no todos nos veremos afectados, aunque ya ha habido despidos. Según mi jefe local, recortaron accesos a quinientos empleados. Si no logran acomodarlos en otros proyectos o cuentas, tendrán que ser dados de baja. Por eso él hace todo lo posible por saltar del barco antes de que se hunda. No lo juzgo; yo, por mi parte, prefiero no preocuparme más de lo necesario.

Me gusta mi trabajo. No me pagan mal, y la ubicación de la empresa en relación con mi casa es espléndida. En general, hay muchos beneficios que me hicieron preferirla en comparación con mejores ofertas económicas. Es cierto, no gano tanto como podría en otros lugares, pero a cambio vivo a dos calles de distancia, los espacios son cómodos y las prestaciones te hacen sentir tranquilo.

Si mañana despierto y me dicen: “Ya no tienes trabajo”, sería un golpe duro a mi realidad. Pero uno que ya he vivido antes, y en condiciones mucho peores, con jefes muertos de hambre de empresas patito que se disfrazan de empresarios por debajo de la ley. Aquí las cosas son distintas, más formales, y eso me da cierta calma antes de cualquier evento tormentoso.

Lo que me encantaría, claro, es que me coloquen pronto en otro proyecto, porque la incertidumbre está ahí. Si no fuera así, no estaría hablando de esto. Por ahora trato de mantenerme dentro de mis cabales y tolerar los últimos días del proyecto con los pies bien puestos en el piso.

Supongo que eso es crecer: hacer lo que toca, incluso cuando el rumbo no está del todo claro. Seguir, con la esperanza de que las cosas se reacomoden, igual que el sueño que siempre regresa, incluso después de una madrugada agitada.



 Empiezo a escribir esto a las seis con cincuenta de una mañana de lunes, inicio de semana de actividades on call. Me sorprende seguir aquí. El proyecto se terminó, a algunos compañeros los despidieron y a otros los movieron a distintos equipos. Yo permanezco, expectante, sin saber qué será de mí.

Este fin de semana abordé un par de cosas que me hicieron pensar bastante. Por ejemplo: me di cuenta de que tengo una habilidad casi mágica para desaparecer el dinero. No importa si tengo cien, mil o diez mil pesos; si me lo propongo, puedo gastarlo todo en un día. Y eso me llevó a una encrucijada emocional: ¿en dónde está mi Tercer Lugar?
O en otras palabras, ¿quién es mi Tercer Lugar?

Antes, pensar en alguien era ese lugar para mí. Pasar tiempo con una persona se había convertido en una instancia tanto emocional como física que le daba sentido a lo que ocurría alrededor de mi vida. Y a veces, me sentía presionado por ser también ese lugar para otros.

Entonces entendí por qué la gente se aferra a sus rutinas: gimnasios, iglesias, cafés, restaurantes, cines, videojuegos, redes sociales, centros de rehabilitación, círculos de ocio. Todos, de alguna forma, necesitamos conectar. Estar solos nos hace sentir incompletos, y hasta cierto punto, vacíos.

Eso busco al pasar las mañanas en el café los fines de semana: conectar. Por eso subo imágenes de mis idas al cine a las redes, para sentirme perteneciente. El mundo se sostiene sobre la interconexión. Y en ese pensamiento llego a una conclusión sencilla pero profunda: amar es estar.

No hay muestra de amor más grande que la presencia. Puedes regalar mil cosas, imitar los gustos de alguien para llenar sus ojos, obsesionarte con cada detalle de quien te atrae; pero si no estás ahí, si no eres una figura presente, no otorgas verdadero amor.

Amar es estar conmigo y que yo quiera estar contigo. No hablo solo del plano físico, sino también del mental y el emocional. Que cuando esa persona no esté, la cercanía se perciba en los mensajes, en las fotos, en los recuerdos. Que nada sea más gratificante que volver a encontrarse, sin importar el lugar, aunque sea una simple caminata o una hora de charla.

La persona que amas es el lugar.

Te quiero porque me quiero contigo.
Te deseo porque cuento los minutos para volver a tenerte cerca.
Te amo porque estar a tu lado se siente como un viaje interminable de felicidad.



 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí, es impresionante ver edificios por primera vez, adentrarte entre multitudes interminables, caminar por calles inmensas repletas de coches. Pero eso no es verdadera belleza. La belleza se encuentra en donde tú quieras verla: en un amanecer con el cielo despejado, en una tarde lluviosa de lectura en casa, en una montaña verde repleta de vegetación.

Mientras camino por las glorias del asfalto, escucho a la gente susurrante, entre estampidas y horarios rotos, acercándome a algún punto de referencia: una estación del tren, una plaza, un parque al centro de alguna colonia, un restaurante o un monumento histórico. El cielo está cubierto de nubes cargadas de agua. La lluvia se avecina: primero una llovizna, después un aguacero, una verdadera tormenta.

Contemplo el reflejo de mi rostro en los charcos mientras me cubro bajo las marquesinas de los negocios que me lo permiten.

Pienso: A veces necesitas tomar distancia hasta de las personas que más amas para que las heridas cicatricen. Otras, solo el tiempo y el silencio ayudan a entender en qué estuvimos mal y cómo mejorar. No siempre se trata de repartir culpas, sino de abrazar la paz que llega con la calma.

Y así, empapado, llego al establecimiento de siempre. Abro mi computadora y comienzo a escribir lo que sea que salga de mi cabeza, recordando cómo la lluvia me atrapó y, cuando sentí que ya no podía evitarla, abrí las manos para recibir la inspiración del agua recorriéndome por completo.

Entonces comprendí: el alivio no siempre llega desde afuera. A veces hay que buscarlo dentro de uno mismo. La tristeza solo existe si le damos espacio para florecer en el interior. Si la miramos de frente y reconocemos su razón de existir, entendemos que vino a acompañarnos un tiempo, y que también es bienvenida.

Así permitimos que las lágrimas broten y limpien el alma, liberándonos de las pretensiones de un presente imposible, de un pasado lleno de errores. Aceptamos nuestra humildad, nuestra humanidad.

Porque al final, la perfección es un estatuto utópico en un mar de mentiras.



Un Aguacero

Por
 Vivir en medio de la nada. Crecer ahí desde la infancia, madurar y darte cuenta de que el mundo más industrializado no ofrece gran cosa. Sí...

 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunque a veces no lo parezca, donde la humedad y el calor no me agobian, donde si soy responsable, duermo bien.

Ha sido un fin de semana gratificante, estoy contendo de haberlo pasado con mis papás. Que se juntara la familia a celebrarlos es muy bonito, ver caras conocidas desde tíos hasta primos y sobrinos. Es una familia bastante numerosa, la mía. El sábado, para lo de mi mamá, había más de cincuenta personas ahí, o más de sesenta, creo. Mientras que toda la familia del lado paterno cabía en una sola mesa, la del lado de mi madre, llenó varios tablones.

Me agrada que sean muy unidos, y que aunque se enojen y se digan sus verdades de vez en cuando, aunque a veces hagan berrinches, terminen siempre juntos. Eso es admirable, que después de tantos años, ahí sigan. Me pregunto cómo será cuando mi abuelita pase a mejor vida (Dios no lo quiera, pero es el proceso natural de la existencia), espero sigan igual de unidos.

Mi papá estaba muy contento de haberle llevado mariachi a mi madre, ella cocinó una birria muy deliciosa, y para el día siguiente (o sea ayer, mi tía hizo pozole). Me alegra un montón ver a mi mamá así de feliz. Porque además se juntaron sus excompañeras de secundaria con ella, en la fiesta. Lo cual lo hizo más memorable para ella; creo que nunca le había pasado algo similar.

Y el miércoles, según me contó, sigue el otro festejo, se irán a comer juntas y le van a regalar su pastel. Siento mucho estar escribiendo algo muy "rosa" hoy, muy fuera de lo que comúmente escribo, pero mientras me llevaban a la Central hoy, los escuché decirme lo mucho que me quieren, lo orgullosos que se sienten de mí; eso es muy hermoso. Me llena de ánimos para continuar.

Que sea un hombre consciente de lo feo del entorno, no me hace incapaz de amar o de sentir empatía por las personas que me demuestran su afecto. Muy por el contrario, eso tiene mayor peso, porque sobre mis hombros hay una responsabilidad invisible que me hace consciente de que no quiero nunca quedarles mal y esforzarme por hacerlo cada día.

A veces pienso que crecer no consiste en volverse más fuerte, sino en aprender a valorar los gestos pequeños: la comida compartida, las risas al recordar anécdotas, los silencios cómodos que sólo se tienen con quienes te han visto nacer. Uno se pasa la vida buscando motivos para sentirse en casa, y al final descubre que el verdadero refugio está en esas voces que te esperan, que te reconocen, que te siguen queriendo incluso cuando el mundo allá afuera cambia.



Muy Unidos

Por
 Ese dolor de espalda que te da después de haber viajado por horas. Me gusta volver a estar aquí, donde siento que puedo desarrollarme, aunq...