1000 Palabras

 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no quiero dejar pasar ni dejar a medias. Quiero escribir más, mucho más. Quiero sacar de mi mente todo aquello que me da vueltas hasta el hartazgo, hasta que el ruido interno se disuelva y deje paso al silencio. Necesito liberar mi cabeza para irme a dormir con los pies firmes sobre el suelo y la mente en calma.

Para lograrlo, he decidido escribir todos los días, sin excepción, al final de la jornada. Me he propuesto una meta clara: mil palabras diarias. No sabría explicar con certeza por qué elegí esa cifra. No hay un estudio ni una recomendación detrás. Simplemente siento que es el número que necesito para vaciarme, para drenar lo suficiente como para recuperar la paz interior.

La verdad es que llevo semanas sometido a un nivel industrial de estrés y ansiedad. Ansiedad que, como un resorte, me ha empujado a reaccionar con el estómago antes de permitir que las decisiones se enfríen en la cabeza. Y cuando eso ocurre, las consecuencias suelen ser dolorosas: he terminado lamentando pérdidas y distancias con personas a las que quiero mucho.

Sin embargo, ya está. Ya pasó. Aprender a dejar ir también es parte de madurar, incluso cuando las personas más importantes han sufrido el impacto de mis reacciones abruptas, aunque nunca haya sido mi intención herir. La vida tiene esa ironía: uno busca el camino más justo para todos, aquel que permita salir ligeros y sin accidentes emocionales, pero termina en una carambola de circunstancias que deja heridas más profundas que las que había al inicio. En esos casos no queda más que sanar, aceptar, pedir perdón y seguir adelante.

Creo firmemente que la vida siempre ofrece revancha. Tal vez no con las mismas personas, tal vez no de la misma forma, pero sí a través de nuevas oportunidades y giros inesperados del tiempo.

Recuerdo que en el pasado me ocurrió algo similar. Durante años fui incapaz de borrar las fotos de alguien que extrañaba con una fuerza indescriptible. A veces, abría el viejo disco duro que usaba como respaldo solo para encontrarla ahí, congelada en píxeles, mirándome desde otro tiempo. Hasta que un día, casi sin pensarlo, borré todo y formateé el disco completo. Un par de meses después, de la nada, ella volvió a contactarme. Una de esas serendipias misteriosas, como si el universo hubiera estado esperando a que soltara para poder devolverme, aunque fuera por un instante, aquello que había perdido.

Hoy, esa misma persona se ha vuelto a ir de mi vida. Esta vez de una forma más brusca, más incómoda. Creo de corazón que me culpa por su decisión de retirarse.

Entre la primera vez que nos conocimos y este último adiós pasaron unos diez años. En aquel primer capítulo, supe —por otras personas— de sus infidelidades, de su manera de manipularme y aprovecharse de mí, de las mentiras que soltaba con una naturalidad desconcertante. Cuando volvimos a encontrarnos pensé, ingenuamente, que todo eso era cosa del pasado. Ella misma me habló de las terapias que había tomado, de lo mucho que había cambiado. Quise creer que ahora era una mujer distinta.

Pero no lo era. Las viejas costumbres seguían ahí, disfrazadas de un aire de superioridad moral que las hacía, incluso, más difíciles de sobrellevar.

No obstante, sería injusto pintarla como un demonio. Reconozco que es una gran persona: profesional, trabajadora, inteligente, admirable, luchadora y guapa. Que me haya herido no la convierte en malvada. Simplemente llegó a mí desde una posición defensiva, mientras que yo, con mi naturaleza pasional, quise entregarlo todo… otra vez.

Mis amigos me advirtieron: “Esas historias no funcionan. Cuando algo se rompe, no se vuelve a recomponer por mucho que lo intentes”. Pero no me juzguen. Siempre he sido un romántico. Creo que el amor puede nutrirse y crecer. Soy mucho menos cerebral de lo que me gustaría, y esa característica me hace caer en engaños con facilidad. Aun así, no deseo el mal a nadie. Cada quien vive y se relaciona con las herramientas que tiene y con el peso de su propio pasado.

Por supuesto, yo tampoco soy una “pera en dulce”. Este reencuentro me dejó una cantidad enorme de lecciones y un listado claro de áreas en las que debo trabajar: mis hábitos, mi manera de percibir a las demás personas y mis formas de actuar cuando me siento atraído por alguien.

Entre las críticas que recibí recientemente, hubo una que me hizo pensar mucho: me dijeron que parezco incapaz de callar. Que hablo demasiado, y que eso ahuyenta a ciertas mujeres. No solo es la cantidad de palabras, sino la calidad y el momento en que las suelto. También me señalaron que soy muy físico. Es cierto. Uno de mis lenguajes de expresión romántica podría definirse como tactilofilia: asocio la empatía con la búsqueda constante de contacto, como si la conexión emocional necesitara manifestarse en lo tangible. Sin embargo, sé que eso no funciona para todos. Aprender a respetar más los espacios es una lección que debo aplicar sin demora.

En resumen: mi vida ha dado un giro radical en las últimas semanas. Dos personas muy importantes para mí se han alejado. Una lo hizo por decisión propia; a la otra le pedí yo que se fuera. De repente, me encontré sin alguien que me escuchara y acompañara, y sentí cómo caía en un abismo de soledad.

Esa soledad no fue solo emocional, sino también intelectual. Me invadió una incomodidad interna que me hizo querer hablar, gritar, escribir, buscar de nuevo sentirme querido. La realidad es que las personas que me aman no se han alejado un ápice de mí, pero no viven en mi misma ciudad, y aquí, donde me encuentro, mi círculo social es reducido y se limita casi por completo a compañeros de trabajo.

Todo esto me ha llevado a comprender algo esencial: no todas las personas se comunican ni se relacionan desde la misma perspectiva. No es lo mismo buscar cercanía cuando creciste en un entorno amoroso, donde aprendiste que el mundo puede ser un lugar generoso para el desarrollo humano, que hacerlo cuando has vivido en modo supervivencia desde siempre, defendiéndote de todo y de todos.

Aceptar esa diferencia y actuar en consecuencia no es solo un ejercicio de empatía: es una habilidad de vida que pienso cultivar de ahora en adelante. Porque si algo me ha enseñado esta etapa es que, aunque las despedidas duelan, aunque la ansiedad me empuje a cometer errores y aunque mi impulso natural sea aferrarme, la verdadera fortaleza está en soltar, en dejar espacio para lo nuevo y en seguir construyendo, palabra por palabra, el puente que me saque de mis propias sombras.



 Hoy me acerco a estas líneas con una nueva petición para mi yo del día de mañana y de los próximos meses. Es un compromiso personal que no quiero dejar pasar ni dejar a medias. Quiero escribir más, mucho más. Quiero sacar de mi mente todo aquello que me da vueltas hasta el hartazgo, hasta que el ruido interno se disuelva y deje paso al silencio. Necesito liberar mi cabeza para irme a dormir con los pies firmes sobre el suelo y la mente en calma.

Para lograrlo, he decidido escribir todos los días, sin excepción, al final de la jornada. Me he propuesto una meta clara: mil palabras diarias. No sabría explicar con certeza por qué elegí esa cifra. No hay un estudio ni una recomendación detrás. Simplemente siento que es el número que necesito para vaciarme, para drenar lo suficiente como para recuperar la paz interior.

La verdad es que llevo semanas sometido a un nivel industrial de estrés y ansiedad. Ansiedad que, como un resorte, me ha empujado a reaccionar con el estómago antes de permitir que las decisiones se enfríen en la cabeza. Y cuando eso ocurre, las consecuencias suelen ser dolorosas: he terminado lamentando pérdidas y distancias con personas a las que quiero mucho.

Sin embargo, ya está. Ya pasó. Aprender a dejar ir también es parte de madurar, incluso cuando las personas más importantes han sufrido el impacto de mis reacciones abruptas, aunque nunca haya sido mi intención herir. La vida tiene esa ironía: uno busca el camino más justo para todos, aquel que permita salir ligeros y sin accidentes emocionales, pero termina en una carambola de circunstancias que deja heridas más profundas que las que había al inicio. En esos casos no queda más que sanar, aceptar, pedir perdón y seguir adelante.

Creo firmemente que la vida siempre ofrece revancha. Tal vez no con las mismas personas, tal vez no de la misma forma, pero sí a través de nuevas oportunidades y giros inesperados del tiempo.

Recuerdo que en el pasado me ocurrió algo similar. Durante años fui incapaz de borrar las fotos de alguien que extrañaba con una fuerza indescriptible. A veces, abría el viejo disco duro que usaba como respaldo solo para encontrarla ahí, congelada en píxeles, mirándome desde otro tiempo. Hasta que un día, casi sin pensarlo, borré todo y formateé el disco completo. Un par de meses después, de la nada, ella volvió a contactarme. Una de esas serendipias misteriosas, como si el universo hubiera estado esperando a que soltara para poder devolverme, aunque fuera por un instante, aquello que había perdido.

Hoy, esa misma persona se ha vuelto a ir de mi vida. Esta vez de una forma más brusca, más incómoda. Creo de corazón que me culpa por su decisión de retirarse.

Entre la primera vez que nos conocimos y este último adiós pasaron unos diez años. En aquel primer capítulo, supe —por otras personas— de sus infidelidades, de su manera de manipularme y aprovecharse de mí, de las mentiras que soltaba con una naturalidad desconcertante. Cuando volvimos a encontrarnos pensé, ingenuamente, que todo eso era cosa del pasado. Ella misma me habló de las terapias que había tomado, de lo mucho que había cambiado. Quise creer que ahora era una mujer distinta.

Pero no lo era. Las viejas costumbres seguían ahí, disfrazadas de un aire de superioridad moral que las hacía, incluso, más difíciles de sobrellevar.

No obstante, sería injusto pintarla como un demonio. Reconozco que es una gran persona: profesional, trabajadora, inteligente, admirable, luchadora y guapa. Que me haya herido no la convierte en malvada. Simplemente llegó a mí desde una posición defensiva, mientras que yo, con mi naturaleza pasional, quise entregarlo todo… otra vez.

Mis amigos me advirtieron: “Esas historias no funcionan. Cuando algo se rompe, no se vuelve a recomponer por mucho que lo intentes”. Pero no me juzguen. Siempre he sido un romántico. Creo que el amor puede nutrirse y crecer. Soy mucho menos cerebral de lo que me gustaría, y esa característica me hace caer en engaños con facilidad. Aun así, no deseo el mal a nadie. Cada quien vive y se relaciona con las herramientas que tiene y con el peso de su propio pasado.

Por supuesto, yo tampoco soy una “pera en dulce”. Este reencuentro me dejó una cantidad enorme de lecciones y un listado claro de áreas en las que debo trabajar: mis hábitos, mi manera de percibir a las demás personas y mis formas de actuar cuando me siento atraído por alguien.

Entre las críticas que recibí recientemente, hubo una que me hizo pensar mucho: me dijeron que parezco incapaz de callar. Que hablo demasiado, y que eso ahuyenta a ciertas mujeres. No solo es la cantidad de palabras, sino la calidad y el momento en que las suelto. También me señalaron que soy muy físico. Es cierto. Uno de mis lenguajes de expresión romántica podría definirse como tactilofilia: asocio la empatía con la búsqueda constante de contacto, como si la conexión emocional necesitara manifestarse en lo tangible. Sin embargo, sé que eso no funciona para todos. Aprender a respetar más los espacios es una lección que debo aplicar sin demora.

En resumen: mi vida ha dado un giro radical en las últimas semanas. Dos personas muy importantes para mí se han alejado. Una lo hizo por decisión propia; a la otra le pedí yo que se fuera. De repente, me encontré sin alguien que me escuchara y acompañara, y sentí cómo caía en un abismo de soledad.

Esa soledad no fue solo emocional, sino también intelectual. Me invadió una incomodidad interna que me hizo querer hablar, gritar, escribir, buscar de nuevo sentirme querido. La realidad es que las personas que me aman no se han alejado un ápice de mí, pero no viven en mi misma ciudad, y aquí, donde me encuentro, mi círculo social es reducido y se limita casi por completo a compañeros de trabajo.

Todo esto me ha llevado a comprender algo esencial: no todas las personas se comunican ni se relacionan desde la misma perspectiva. No es lo mismo buscar cercanía cuando creciste en un entorno amoroso, donde aprendiste que el mundo puede ser un lugar generoso para el desarrollo humano, que hacerlo cuando has vivido en modo supervivencia desde siempre, defendiéndote de todo y de todos.

Aceptar esa diferencia y actuar en consecuencia no es solo un ejercicio de empatía: es una habilidad de vida que pienso cultivar de ahora en adelante. Porque si algo me ha enseñado esta etapa es que, aunque las despedidas duelan, aunque la ansiedad me empuje a cometer errores y aunque mi impulso natural sea aferrarme, la verdadera fortaleza está en soltar, en dejar espacio para lo nuevo y en seguir construyendo, palabra por palabra, el puente que me saque de mis propias sombras.



Seguir Leyendo

 ¿Qué te hace pensar que eres especial en un mundo que mastica y escupe vidas como si fueran migas de pan rancio? Un mundo donde incluso los nombres más recordados se pudren en la boca de la historia, olvidados por generaciones que nunca se detendrán a pronunciarte. Aquí, donde las luces son pocas y las sombras infinitas, no todos nacen para brillar; algunos venimos al mundo solo para extinguirnos sin ruido.

Las etiquetas con las que nos clasifican son grilletes disfrazados: pobre, rico, promedio, brillante, atractivo, desechable. La piel, el cuerpo, la voz, el dinero, la inteligencia… todo reducido a mercancía, todo medido y evaluado como si hubiera un catálogo donde ya está escrito el valor que tendrás en la vida. Y ni siquiera es justo: no importa lo que construyas, el polvo siempre gana.

Se nos exige fuerza, resiliencia, belleza, ingenio. Y uno se agota. No es una queja, es una constatación. Porque hay un punto en que la autocrítica deja de ser un faro y se convierte en un cuchillo que uno mismo afila todas las noches antes de dormir. Un cuchillo que te recuerda que nada de lo que eres es suficiente, que el reflejo en el espejo es solo un inventario de errores y derrotas que no se borran.

Los logros, por grandes que parezcan, son apenas piedras lanzadas a un océano inmenso que no guarda memoria de ellas. El aplauso se desvanece, la admiración se enfría, y lo único que queda es el silencio, que se pega a la piel como un sudor frío. A veces pienso que incluso el dolor es más leal que la alegría; al menos el dolor no se olvida de volver.

Hay días en los que la ausencia de sentido es una calma venenosa. Caminar sin esperar nada de la vida me vuelve casi liviano, como si flotar en el vacío fuera preferible a intentar trepar muros que no llevan a ningún sitio. Y en esa liviandad descubro que el instinto de sobrevivir no siempre es noble; a veces es solo cobardía para no tomar la decisión final.

El tiempo no cura nada, solo pule la superficie para que la herida parezca más pequeña. Pero por dentro sigue sangrando. Y en esa hemorragia lenta, uno aprende a amar lo que duele, porque es lo único que te recuerda que sigues vivo. El resto es una farsa: las metas, las promesas, las esperanzas… todas fabricadas para mantenernos de pie mientras nos consumimos.

Y tal vez esa sea la verdad más insoportable: que no habrá justicia ni trascendencia, que la mayoría de nosotros será enterrada sin que el mundo note nuestra ausencia. Que la noche siempre será más larga que el día, y que en el fondo de esta oscuridad, la única luz que queda es la certeza de que un día, al fin, no habrá nada.



 Una de mis palabras favoritas en inglés: Forsaken.

No por cómo suena, sino por lo que arrastra.
Una palabra que sabe a madera vieja, a fotografías con las esquinas dobladas,
a promesas que se dijeron en voz baja y que el tiempo no se molestó en cumplir.

Forsaken no significa solo estar solo.
Es haber sido apartado con indiferencia.
Es ese espacio que quedó cuando alguien se fue y ya no hizo falta reemplazo.
Es el silencio que ya no espera pasos.

Tiene algo sagrado… como las ruinas.
Hay belleza en su desolación.
Porque lo abandonado alguna vez fue casa,
y lo que fue casa aún conserva el eco de los que rieron allí.

Ser forsaken es caminar por dentro de uno mismo
como quien recorre un campo de batalla después de la tormenta,
saberse sobreviviente sin nadie a quien contarle que se sigue de pie.

Pero también —y esto es lo que duele más—
hay un raro consuelo en aceptar que ya no vendrán.
Que lo único que queda es hacerse compañía.
Y, con suerte, redibujarse desde las sombras
como quien ya no espera ser salvado,
pero aún guarda algo de fuego entre los escombros.



Forsaken

Por
 Una de mis palabras favoritas en inglés: Forsaken. No por cómo suena, sino por lo que arrastra. Una palabra que sabe a madera vieja, a foto...

¿Cuál es la esperanza? ¿Para qué sirve tener los ojos puestos en algo que quizás jamás ocurra? Mi estrategia actual es simple: disfrutar el viaje, y la compañía, mientras estemos vivos, mientras aún se pueda. Las ideas se vuelven cada vez más extensas, el mal que agobia se multiplica, el tiempo simplemente... ocurre. Qué bonito cuerpo, la cintura. Perdón. No sé de qué estoy hablando, me distraje. La miré un segundo y me sacó de mí. Por eso me encierro más en la oficina: porque las distracciones son fuertes, hermosas, únicas, letales.

Digamos que sé contenerme. Porque ya no soy un niño. Ya he vivido suficiente para distinguir entre deseo y necesidad, entre impulso y entrega. Cambios, lo que queda, lo que me gusta y me hiere, el hambre, el arte, el calor y la pasión… todo me atraviesa. A veces escribo verborrágicamente solo por sentirme vivo. Sin un fin, sin moral, sin estructura. Palabras como cables sueltos, enredados, provocando cortocircuitos emocionales. A veces, mientras me descifro, me confieso. Y eso basta.

No, no me molesta sentir. O sí, pero no tanto. Todos estamos haciendo nuestra luchita, y lo creas o no, cada quien está más expuesto que el anterior al atreverse a abrir el pecho. Hay quien lanza ideas como fuegos artificiales, otros como piedras. Lo nuestro sale en colores, en formas borrosas, en gritos mudos. Se celebra, se lamenta, se deforma. De eso va todo esto: de poner afuera lo que llevamos dentro, aunque no se entienda del todo. Aunque no lo entienda nadie.

Los días se han extinguido lentamente. Uno tras otro, sin gloria. Hoy se siente como un final más. Y aun así estamos aquí, escribiendo, tecleando hasta el cansancio. Como si estuviéramos intentando decir algo verdadero. Gritarlo desde las entrañas. Así funciona el amor: como un accidente artístico, cubista, psicodélico, abstracto, difuso, casi invisible. Un susurro en un idioma que olvidamos.

A veces basta con verla. Con perderme en su mirada. Estoy escribiendo las mismas estupideces que escriben todos los que creen en el amor. Y sí, yo también creo. Pero lo mío, lo mío, es otra cosa. Es buscar conexión. Alguien con quien morir de la mano, entre carcajadas y silencios. Brillante, absurda, inteligente, malhumorada, suave, inmensa. Alguien con quien envejecer riendo de lo ridículo que fue todo.

Escuchar. Escribir. Dormir. Caminar. Fascinar. ¿O no era así? La atracción funciona como una chispa, sí. Pero, ¿y después? ¿Qué hay más allá del cuerpo, del juego? Si no hay verdad, si no hay alma, lo único que queda es negligencia, obsesión, ansiedad. Vivimos describiendo cada momento como algo crucial, pero no podemos ni decir nuestro nombre sin titubear frente a quien realmente nos importa. Qué farsa.

Y si me queda un solo párrafo, si puedo decir solo una cosa antes de callar, es esto: no puedo dejar de mirarte. Mi tormento, mi deleite. Eres adorable hasta cuando eructas después de comer. Hay una belleza particular en tus gestos absurdos, en la ironía de tus frases, en tu forma de no saber qué hacer con tanto cariño. Me gustaría sumergirme en tu tono de piel, que descanses en mí como se descansa en casa. Hundirme entre tus muslos como quien se entrega a una tormenta sagrada. Grandiosa.



Grandiosa

Por
¿Cuál es la esperanza? ¿Para qué sirve tener los ojos puestos en algo que quizás jamás ocurra? Mi estrategia actual es simple: disfrutar el ...

 Decir lo que piensas y hacer lo que dices suele verse como un defecto, al menos desde la perspectiva común. A la gente le aterra conocerte tal cual eres. Se ocultan porque no quieren enfrentarse a sus propios defectos reflejados en ti. Prefieren la superficialidad, la especulación, la creencia sobre la esencia. Y es ahí donde, si te detienes a analizar, terminas quedando como el raro. Porque no te comportas como el resto. Porque tu transparencia incomoda. Porque tu sinceridad ahuyenta. Porque decir que eres pasional y realmente actuar en consecuencia resulta, para muchos, algo sobrecogedor y difícil de tolerar.

Necesitas diluirte, limitarte, contenerte… al menos en este mundo, donde entregarte por completo solo se considera válido cuando hay documentos legales de por medio. Antes de eso, no. Porque antes, la gente vive en un juego constante: se atreven, coquetean, te juzgan, se asustan, y te piden que te vayas. O se alejan y dicen: “Ya no me interesas”. Entonces lo aceptas. No vuelves a acercarte. Porque sí, porque eso es lo que hace un caballero: reconoce dónde no es bienvenido. Y eso se vale. De verdad, se respeta.

Los vínculos son una cosa bastante extraña. No puedes permitirte mostrarte vulnerable, a menos que tengas claro que lo que buscas con esa persona es una amistad. Y, a veces, eso es lo más sensato. Desarrollar amistades también es sano. Aprender a convivir sin romantizar cada vínculo atractivo. Incluso si esa chica también te atrae, puedes elegir dar un paso al costado y hacer algo generoso, como decirle a un buen amigo que se acerque a ella, porque sabes que tienen compatibilidad, y que él sería muy feliz con alguien como ella.

Ya está. Me repito todo el tiempo que no pasa nada, que simplemente lo mío aún no ha llegado. Porque tenía que aprender, que mejorar, que dejar atrás actitudes. Y eso, al final, es válido. No importa si soy un “anciano cuarentón” y todavía nadie ha visto valor en mí. Todos estamos aquí haciendo lo que podemos, a como la vida nos va dando a entender. Cometiendo errores, levantándonos… y avanzando un poco más.

Si algo me queda claro es lo que me dijeron, algo para madurar y tener presente la próxima vez: tal vez soy más superficial de lo que pensaba, dándole una importancia crucial al discurso de las personas, pero fijándome primero en su aspecto para decidir si me interesa. Y entonces, siendo consciente de que las mujeres con ciertas características físicas son completamente mi tipo, y estando en Guadalajara —donde las mujeres atractivas de verdad abundan—, únicamente tengo que presentarme en donde se concentran, e interactuar con quien me parezca linda, empática y receptiva.

Puede sonar egocéntrico lo que escribí en el párrafo anterior, si se interpreta solo por la intención o el significado explícito de las frases. Pero hablo desde el fondo del contexto, desde lo que realmente significan las dinámicas sociales cuando se consideran todas las variables del entorno. Porque sí, es cierto: quedarme encerrado y sin exposición a mujeres hermosas provoca que, a la primera que me habla con decencia, esté dispuesto a ponerle casa y lo que pida. En el fondo, me encanta proveer, bendecir y mostrar generosidad… pero también necesito lealtad, accesibilidad y conexión real.

Quizá en esta nueva etapa lo que la existencia me está enseñando es a no sentir culpa, miedo o deseo. Al final solo son un par de emociones que están mal ubicadas si las ponemos como prioridad en medio de cualquier relación interpersonal. Como dije, con este tema de la gente, sigo aprendiendo; me he conservado aislado y distante demasiado tiempo, generar vínculos es un proceso complejo cuando te han herido tanto y tan fuerte; pero de eso se trata seguir, de aprender de la fatiga, de tomar aire y fuerzas, de levantarse mucho más determinado y poderoso.



 Es decepcionante darme cuenta de lo mucho que ignoro de las reglas de la vida, es tristísimo sentir cómo cada vez me hundo más en terrenos de lo patético y aburrido. Entonces, a partir de un punto específico, uno tiene que despertar del letargo y renacer con propósito.

Es verdad que me hirió que me dijeran lo que me dijeron, que me juzgaran en la forma en la que lo hicieron y llevo prácticamente un día pensando en ello. Porque lo cierto es, me había dado cuenta desde mucho antes, no quería aceptarlo, no quería reconocerlo, pero con gente así, con ese ego tan inconmensurable, cualquier rastro de humanidad, es debilidad que desean arrancar.

Y pensaba hace rato, que la vida da vueltas, y quienes te hieren hoy, tal vez no directamente, pero de una forma kármica, reciben lo que les toca por parte de la naturaleza misma. Porque así es esto... Por esa misma razón trato de ser amable con todos, de ser generoso y mostrar gentileza, uno nunca sabe en qué momento necesitará de un pecho cálido que le abrace y le diga que no se preocupe.

En ocasiones eres capaz de entregarte por completo a una causa perdida, solo porque tienes esperanzas puestas en palabras. Pero se te olvida que muchas de esas palabras son vacías, no llevan a nada, porque no contienen nada. Y no es culpa de la gente, porque no se trata de culpar a nadie, son simplemente las circunstancias. Necesitas alejarte, aislarte, entender la situación y volver a comenzar. Trabajar en lo que te toca, que es lo que está viéndote al espejo.

Lo peor es que me ganó lo prohibido, aquello que me dijeron "no le prestes atención" se terminó robando mi corazón; y no puedo hacer mucho más que soportarlo, de manera estoica, reconocer que desarrollé vínculos por quien estaba presente, porque eso fue lo que pasó. Mientras de un lado limosneaba migajas por simple deseo de pertenencia, del otro un Universo hermosísimo se formaba frente a mí, aunque claro, cabal a mi palabra, tenía que mantener distancia. Y eso hice, y eso haré al menos hasta sentirme pleno y recuperado de la herida recibida.

Voy a trabajar por ser una mejor persona. Toca hacerlo como es debido, dejando atrás pensamientos intrusivos y concentrándose en lo que se debe hacer. Los buenos corazones no son estimados en tiempos modernos, la gente no cree mucho en el interior. Argumentos tangibles y medibles, cosas que se puedan contar y reconocer; en estado de claridad y calma mental, es lo que quiero, paz y firmeza en convicciones.

He dejado de ser un libro y me estoy convirtiendo en una entidad, una propiedad intelectual distribuida en diversos fascículos, algo macro y microcósmico al mismo tiempo; quiero gozarme en la llenura de mí mismo, vivir en consciencia y agradecimiento permanente, con los ojos puestos en lo alto, la boca y manos bajo control, en santidad y sanidad, colmado de gracia divina.



 Hace tiempo que no escribía. Parte de mí no estaba de acuerdo con lo que pasaba en mi mente. Me sentía bloqueado, estancado, sin rumbo, sin sentido. Estaba harto, frustrado, triste.

Hoy lo entiendo: me tragué un cuento. Un discurso falso, una manipulación. Lo reconozco. A veces, cuando confío en alguien, no pongo tantos filtros. Simplemente agradezco lo que llega y lo acepto como viene.

No me interesa juzgar a nadie ni hablar mal. Porque en este punto de mi vida, lo que más valoro es estar en paz. En paz conmigo mismo y con mi entorno. Y si algo o alguien no quiere estar ahí, tiene toda la libertad de alejarse. No me voy a romper por eso.

He aprendido a aceptar las distancias sin dolor. Agradezco lo que fue, sin aferrarme a lo que ya no es. Me permito extrañar sin exigir, recordar sin resentir. Y eso, para mí, es también una forma de amor.

Reconozco mis errores, mis carencias, mi lado humano. No soy perfecto y no pretendo serlo. A veces reacciono desde el miedo, otras desde la herida. Pero no me avergüenzo de ello: estoy en construcción constante.

Y por amor a mí, he decidido dedicarme a sanar, a pulir lo que no me deja avanzar, a crecer con paciencia. No por demostrarle nada a nadie, sino porque me lo debo. Porque me lo merezco.